Nada más desesperante que una sala que lleva estampada el nombre de la angustia en su madera, engañando con su inocente plaquita dorada. La espera, siempre el aguante como respuesta a tantas cosas que no nos sabemos contestar. El no movimiento para intentar tirar hacia adelante, como si la inercia fuera poco más que una cinta de supermercado. Entre ese letargo aletean los protagonistas de Hi haurà un setembre per tothom (en el Teatre Gaudí hasta el 2 de junio) cuando la vida les va pasando por delante más lenta que de costumbre. En algún lugar de su subconsciente no han crecido, no tienen ni arrugas, tampoco han sufrido, ni han gestionado, y solo siguen siendo aquellos dos inocentones que se enamoraron en la barra de un bar, a ritmo de Maniac y vodka. Porque las utopías siempre se dirigen mejor con un vaso de tubo en la mano. 

Marcel (Xavi Mercadé) e Irene (Núria Florensa) han quedado en la sala de espera de un psquiatra infantil para encarar el diagnóstico de Asperger de su hijo. No están juntos, se separaron hace un tiempo, no sabemos porqué o si lo hay. Esta es la premisa de la que parte esta obra: una habitación con sillas cuya única misión es esperar. A cada minuto la narración viaja a su cronológico pasado para rascar nuevas informaciones y luego volver al presente, comprendiendo un poquito más. Los saltos temporales se entremezclan como una trenza y con notable acierto, apostando el resto de la narración a que el que mira será plenamente funcional al imaginarse una discoteca llena, un museo de cuadros colgantes o un coche repleto de juguetes infantiles, y se agradece la confianza, la madurez. A la par, los dos personajes principales llevan el peso de toda la historia porque su dolor, la gestión de su mal interno, lidera el cotarro, y hace presagiar algo que las nuevas generaciones creerán superado: que no hay relación sana sin una buena comunicación.

SETEMBRE 04 WEB

Las palabras que no se dicen acaban impregnando la sala y la vuelven, a ratos, gris, aunque con salpicones de humor que suben las comisuras en la platea. Dirigida por Laura Porta y Ricard Martí, con dramaturgia de Frank Bayer, Hi haurà un setembre per tothom es el retrato de una relación de pareja tristemene fallida y la demostración que quererse mucho no es lo mismo que quererse bien. También es la materialización del trauma y la cronificación del silencio, que puede ser letal si no es funcional para el sujeto. No sé si de una forma buscada, llama la atención también la divergencia entre la gestión de los personajes y el peso cuidador, empático a destiempo, que acaba recayendo en la figura femenina. En algún momento el bucle de reproches y lamentos, ya pretendidamente diseccionados, ya suena a demasiado, pero la ficción atrapa porque interpela y señala muchas facetas intrafamiliares, y todos somos novia, padre, hermano, cuñada, hija de. 

No debe ser fácil empujar una obra de bajo presupuesto, en un recinto pequeño y sin majestuosas ornamentaciones, arriesgándolo todo a dos personas y un destino. El trabajo se multiplica por mucho cuando el recibimiento ajeno es más complicado, y el aplauso resuena con más fuerza, revalorizando el esfuerzo y la ilusión con un eco extra. La experiencia de vivir el teatro en pequeño formato permite una mimetización verídica, casi puedes respirar las gotas de sudor producida por los focos, a ratos te apetece levantarte de la silla y gritar que no se rindan, que los entiendes, que tú también has sufrido y tienes dudas cuando discutes con tu pareja o no descifras cómo superar la vida. Este septiembre acaba demostrando que los traumas queman más al final del verano, sobreexpuestos al sol caliente, pero que el afecto siempre es mayor a más posibilidades de tocarnos con las yemas de los dedos.