Una composición de bidones oxidados, sillas tumbadas, farola y alambradas ocupa el escenario de encima de la Sala Beckett, donde hasta el 9 de junio se puede ver Qui estigui lliure, una obra escrita y dirigida por Xavi Buxeda i Marcet que se estrenó la temporada pasada en La Villarroel. La excelente escenografía de Mariona Ubia –con iluminación de Jordi Berch- responde a la idea del descampado como en su sitio de frontera y alteridad donde se encuentran tres amigos al final de la adolescencia. La dimensión metafórica viene determinada por el texto mismo, que otorga en este territorio una categoría de espacio mental –y de vida en los márgenes– donde los jóvenes se reconocen hasta el punto de referirse como "nuestra chatarra".

Nil Cardoner –o su personaje, Pol, "atascado en una inmadurez crónica"– dice al público que está preparando su entrada. La clave es y no es metateatral. La introducción de la que habla representa la antesala a la edad adulta y, al mismo tiempo, el preámbulo mismo a la pieza que tiene que abordar como actor. La obra en sí, la vida, hacerse mayor constituye el tramo intermedio entre el inicio –"un protocolo", dice– y el final –"más instintivo"–. Mireia Vilapuig –la Carla- ríe cómplice, y Pau Escobar, que hace de Àlex, el tercero en discordia, se presenta como detonante: ha estado un año en la prisión por haber cometido una agresión homófoba y no sabe cómo explicarlo a los otros. Los tres presuntos amigos –en realidad, se desconocen con todas sus fuerzas– buscan la manera de volver a un lugar al cual alguna vez sintieron que pertenecían.

La amenaza de las excavadoras que tienen que venir a acechar el terreno proyecta metafóricamente el final de la adolescencia

Silencios, sobrentendidos y desfases

Después de este inicio que juega con la potencialidad de toda historia, accedemos a diferentes momentos de una relación hecha de silencios, sobrentendidos y desfases controlados –el tiempo de las borracheras y las crisis existenciales al por mayor– entre tres adolescentes extraños cada uno a su manera. El retorno del arisco y hermético Àlex hace aflorar varias cuestiones identitarias y manifiesta la violencia interior que atenaza a los tres. El convicto, que muestra un sincero arrepentimiento –como también una rabia impotente por todas las decisiones equivocadas que tomó–, rememora la noche de la agresión, en la que una reacción instintiva, reforzada por el alcohol –"hasta la punta de los puños"– y la pasión de integrarse en el grupo del nuevo lugar de residencia, lo llevó a enzarzarse sobre una pareja gay.

Mireia Vilapuig a Qui estigui lliure / Foto: Archivo Sala Beckett / Obrador Internacional de Dramatúrgia

En un momento dado, después de mucho rato de pulular en un visible estado de enajenación, Pol empieza a hablar desbocado y se desmonta. Su ira callada tiene que ver con el autoodio y la sexualidad reprimida –llega a decir que se siente como un ángel capado; la violencia que va a buscar cuando acude a un local de ambiente haciendo el papel de presa o víctima propiciatoria no hace sino evidenciar que está en guerra con su propia condición. Su confusión emocional es tan grande –y se siente hasta tal punto violentado por el mandato o la performance de género– que necesita, en cierta manera, validar la agresión de su amigo de infancia o ponerse a su nivel.

Por su parte, Carla tiene miedo de quedarse paralizada por la falta de sentido y reproducir el patrón de la madre alcoholizada delante de la tele. Pero silencia sus propias frustraciones para proteger a los otros dos. Tras la verja, piensa en inmortalizar fotográficamente una amistad ya en descomposición, sobre un paisaje urbano todavía más ruinoso que reivindica como propio, sin duda por su condición de margen, refugio o trinchera. La idea de enterrar la foto en el descampado no deja de ser una manera muy adolescente de anticiparse a su propia desaparición y romantizarla. La amenaza de las excavadoras que tienen que venir a acechar el terreno proyecta metafóricamente el final de la adolescencia. Aquel lugar está a punto de cambiar de fisonomía y dejar de existir como tal.

La intemperie o boquete emocional se nos mete dentro gracias a tres poderosísimas interpretaciones

El lenguaje desarticulado y poco elocuente con que se efectúa la interacción entre los personajes responde a la voluntad autoral de capturar el código o registro relacional de unas personas todavía en formación. Y a pesar de todo, tienen raptos de lucidez, en los que son capaces de plasmar lingüística o literariamente una mirada crítica que sobrepasa sus capacidades, como pasa con la verbalización del desengaño hacia la ciudad y sus ineficientes lavados de cara: "hay más bótox enganchado en las aceras que chiclés, y más parques de farlopa que de arena fina". No aporta gran cosa el discurso del encorbatado y demagógico político municipal que asume fugazmente Escobar. Resulta, en cambio, enormemente efectiva la repentina alusión al público como representación de aquella "parte del medio" de la existencia –adulta, dilapidada– que los tres jóvenes no tienen ánimo de afrontar.

Pau Escobar en Qui estigui lliure / Foto: Archivo Sala Beckett / Obrador Internacional de Dramatúrgia

Lo que antes era refugio se ha convertido en territorio inhóspito o potencialmente peligroso. Los tres amigos, en otros tiempos unidos por una necesidad pura, ahora se entrenan a perder y soltar. Su intemperie o boquete emocional se nos mete dentro gracias a las brillantes composiciones actorales; el texto, en cambio, agota hasta cierto punto la metáfora. Lo que nos atrapa, sobre todo, son las poderosísimas interpretaciones, dirigidas con firmeza por Buxeda. Hay que destacar la credibilidad del vínculo, la organicidad de las escenas de borrachera –vómitos, risas espasmódicas– y la escalada emocional que sobreviene con la confrontación de los monólogos. Entre la aspereza y la vulnerabilidad, los actores transitan por una gran variedad de matices que nos trastornan y promueven fuertemente la identificación.