Hace pocos meses, de un día para el otro, noté que la tendencia instagramer de hacerse fotos torcidas de los pies en la playa o retratar platos monísimos y healthys con muchas semillas de chía había dado paso a publicar fotos de un museo de arte contemporáneo. La razón de todo tenía un nombre nada agradable para un señor de Cáceres o una señora de Cardona: Moco Museum, acrónimo de "Modern&Contemporany", el flamante nuevo espacio privado de arte inaugurado este octubre en Barcelona. Después de seiscientas mil publicaciones en Instagram y centenares de tuits con fotos, comentarios y reflexiones sobre este museo de innegable atracción para los otorrinolaringólogos, decidí ir a conocerlo, tentado por descubrir si es cierto que ir allí no se limita sólo a "visitar un museo", sino a "vivir una experiencia". Como era tarde y me había quedado sin batería, me autoimpuse hacer una visita a la manera de Eugeni d'Ors cuando escribió Tres horas en el Museo del Prado, pues, con una libreta y un bolígrafo en la mano, sin saber que este hecho estropearía toda mi visita y me impediría disfrutarla en plenitud.
El Moco, nacido en Amsterdam y propiedad de dos coleccionistas neerlandeses, es como una franquicia de la NBA. Es más, para poner un ejemplo nuestro, podríamos decir que tiene el mismo vínculo con Barcelona que el que tenían los Dragons a finales de los noventa, cuándo Luis Mariano Angoy dejó de ser portero suplente de Cruyff para convertirse en quarterback de fútbol americano en aquel cambio de camisa tan inesperado como el fichaje de Ramon Espadaler por el PSC. Más que un museo, decía, es un check obligatorio en el mapa del Born, un punto de parada más en la apretada ruta barcelonesa de un turista medio acostumbrado a comprar sombreros mexicanos en las Ramblas, comer paellas congeladas en enero o encontrar muchas más camisetas del Real Madrid con el 9 de Benzema que del Español con el 9 de Raul de Tomás. No es casualidad, pues, que quien se dirige a la calle Montcada encuentre a una lado de la calle algún cazaguiris ofreciendo conciertos de flamenco en el patio Dalmases y en la otra, tras un portalón de piedra con arco de medio punto adintelado, el Moco: un museo nuevo que bien podría ser una tienda de ropa de Inditex o una cafetería Starbucks, de la misma forma que, al igual que se encuentra en Barcelona, se podría encontrar en Berlín, Milán o Dublín y no existiría ninguna diferencia.
Cuando uno llega al Moco piensa dos cosas. La primera, que una vez se atraviesa la puerta de entrada y se abandona la calle Montcada, aquello deja de ser un espacio ligado a una ciudad para pasar a ser un sitio global. O mejor dicho, un no lugar entendido a la manera posmoderna del término: una galería de arte ecléctica donde las obras se aglutinan las unas al lado de las otras al igual que los espaguetis a la boloñesa, el sushi o los tacos mexicanos comparten carta en un autoservicio del aeropuerto del Prat. En la planta baja, un poti poti formado por un Dream Team de artistas contemporáneos renombrados como Moco Masters: de Basquiat a Warhol pasando por Dalí, Murakami o Yago Hortal, el único artista local vivo del museo, expuesto en el Moco con uno de aquellos cuadros hortalianos donde el expresionismo abstracto se convierte en una ola enérgica y vibrante. En la planta de arriba, el arte urbano de KAWS o Banksy se mezcla con las performances digitales de teamLab o LesFantômes y, a la vez, los lienzos del joven pintor chileno Guillermo Lorca, seguramente el artista más interesante de toda la colección: cuadros de gran formato donde se intuye una clara fascinación por los maestros holandeses como Rembrandt y un deseo inherente de expresar de forma casi gótica los miedos del ser humano, pero también los remordimientos de conciencia.
Si la sociedad actual es un estercolero de hipocresía, vacío, ansiedad e incoherencia permanente, es lógico que el 90% de las obras del Moco hablen de eso. También debe ser lógico, pues, que un museo convierta obras nacidas en los márgenes de la sociedad y de tendencia claramente anticapitalista en productos de marketing. En un mundo en que las ciudades ya no tienen nada genuino y en el cual en todas las grandes capitales hay los mismos Foot Lockers, los mismos Primarks o los mismos Subways, el Moco es una franquicia que funcionaría como una seda se encontrara en la ciudad que se encontrara porque no es un museo, sino una tienda de experiencias y, como tal, de momentos que el visitante quiere publicar inmediatamente, por eso visitar el Moco no sirve sólo para apreciar obras de arte, sino también para observar el nuevo comportamiento de los humanos delante de ellas. Ya se sabe, el siglo XXI es el de la muerte del carpe diem: ya no se trata de vivir el momento, sino de compartirlo.
Yo no sé qué diría Eugeni d'Ors, pero saliendo del Moco, regresando de nuevo a Barcelona, pensé en lo que él dice en su libro: que un museo no es un órgano de historia, sino de cultura. ¿La cultura actual es la cultura del Moco? Quizás sí. Sin embargo, me atreví a preguntarme si Xènius, en realidad, no hubiera deseado que el Moco Museum se anunciara en el mundo como algo más que un ágora de arte contemporáneo "junto al Museo Picasso", tal y como dice su web. Si hubiera deseado que en alguna placa se dijera que es un museo ubicado en el Palau Cervelló donde nació santa María de Cervelló, fundadora del orden de las mercedarias. Incluso, quién sabe, si hubiera querido que algún escrito informase de que se encuentra en la calle más señorial de la Barcelona medieval y lleva por puerta con la Casa Dalmases, sede durante años de Òmnium Cultural y el Institut d'Estudis Catalans en el largo invierno del franquismo. La realidad, sin embargo, es que nadie que visite nunca el Moco sin haber desayunado un bocadillo de Wikipedia sabrá qué significa la calle Montcada, qué significa el esplendor -y sobre todo la demolición- del barrio de la Ribera o lo importante que va fue la Orden mendicante de la Merced. Más bien al contrario. Como tampoco nadie sabrá nada del alma de Barcelona si algún día el Hermitage, otra franquicia, acaba aterrizando en la ciudad para exponer las sobras de San Petersburgo en vez de destinar el espacio para hacer una ampliación de la colección del Macba.
Sea como sea, es innegable que inaugurar un museo con un hilo musical más propio de una noche en Razzmatazz y lleno de obras actuales que captan la atracción del público joven a pesar de los 16€ de la entrada es una buenanueva, ya que democratizar el arte nunca puede ser una mala noticia. Sin embargo, sin embargo, es innegable la peligrosa sensación que ir al Moco Museum sin batería en el móvil es como ir a un concierto con tapones en las orejas o como entrar en el cine con un antifaz en los ojos, quizás porque cada vez vivimos menos en el mundo real para vivir en el mundo digital. Quizás porque cada vez importa menos quiénes somos, ya que prevale aquello que proyectamos. Quizás porque, como muestra la escultura de Banksy con David asesinato con un tiro en la cabeza, la historia ha cambiado, cada vez menos gente confía en que un Dios lo salvará y Goliat nos ha vencido. No era un monstruo de tres metros y seis dedos en cada mano, sin embargo: era el capitalismo.