El caso de True Detective es digno de análisis académico. Solo con su espléndida primera temporada, esta serie antológica se convirtió en un icono inmediato de la televisión moderna, hasta el punto que su continuidad sin los mismos personajes parecía un suicidio creativo. Así fue. Su segunda entrega, errática hasta la desesperación, consiguió que aquello que parecía indisoluble de la marca HBO tuviera que desaparecer un tiempo para reconciliarse con la audiencia. Fueron cuatro años de espera, pero ni así: la tercera de True Detective, a pesar de sacar parte del mal sabor de boca de su predecesora y contar con un magnífico Mahershala Ali, quedó en tierra de nadie.

Un cuarto intento podía parecer igual de temerario, y más cuando se supo que esta vez Nic Pizzolatto pasaba a segundo plano y dejaba el proyecto en manos de Issa López. Qué gran decisión. La entrada de López es el revulsivo que la marca necesitaba para refundarse de una vez por todas, dar aires renovados a sus atmósferas e introducir personajes que salieran del molde clásico. True Detective: Noche polar, pues, no tiene nada que envidiar del original gracias a López y dos actrices tan diferentes como memorables: Jodie Foster y Kali Reis.

De hecho, True Detective: Noche polar hace lo que seguramente tendrían que haber hecho las dos anteriores temporadas para sobrevivir a la descomunal influencia de la primera: tomarse la marca como la oportunidad de explorar las múltiples caras que puede adoptar el thriller. Si en la historia protagonizada por Matthew McConaughey y Woody Harrelson el relato estaba dominado por la aridez, la mitología rural y la fragmentación temporal, López apuesta por situar la acción en un entorno glaciar, explorar un misterio que flirtea con el terror de ascendencia ártica y jugar con el plano más íntimo de sus protagonistas. Los nuevos cabezales de True Detective son dos agentes de generaciones y caracteres diferentes que acaban trabajando juntas cuando la misteriosa desaparición de una expedición científica desentierra unos cuantos secretos del pasado. Todo en Ennis, Alaska, durante el largo periodo de oscuridad que altera como nunca las percepciones y las convivencias.

True Detective: Noche polar hace lo que seguramente tendrían que haber hecho las dos anteriores temporadas: explorar las múltiples caras que puede adoptar el thriller

López acierta, como mínimo en sus primeros episodios, en casi todo: la descripción de todos los personajes, que no se someten a los clichés del thriller tradicional; la confección de una trama llena de sorpresas e incursiones al realismo mágico (te pasas buena parte de la serie cuestionando lo que miras, y eso siempre es un mérito) y una atmósfera que tiene el don de inquietarte sin olvidar nunca el trasfondo emocional de la narración. Foster y Reis son clave en el desarrollo de la serie; ambos personajes consiguen tener tanta entidad que te engancharías a ellas aunque el misterio fuera menos lucido. Pero no es el caso, porque precisamente lo mejor de True Detective: Noche polar es que plantea un enigma absorbente y perturbador que reconoce sus referentes (incluyendo La Cosa y 30 días de oscuridad) y te lleva en este extraño, y agradecido, terreno en que cualquier cosa es posible.