Ahora que vivimos unos tiempos de maximalismos y tuits lapidarios, decir según qué verdades parece exagerado. Pero con Twin Peaks no hay margen de error: es la serie que cambió la televisión moderna para siempre. Por varios motivos, pero se pueden reducir a tres. El primero es que en 1990, cuando se estrena la primera temporada, la tele todavía es percibida como la hermana pobre de las artes audiovisuales y, por lo tanto, no estábamos acostumbrados en que un autor cinematográfico apostara por la narrativa serial. Que David Lynch, director de Terciopelo azul, diera el salto ya era una ruptura de las reglas del juego. El segundo, que la audiencia no estaba acostumbrada a ver un enigma en la pequeña pantalla que no se resolviera de manera procedimental, y todavía menos que introdujera elementos tan oníricos o directamente herederos del terror. No se trataba solo de la investigación de un crimen, sino de la inmersión a un universo onírico que torpedeaba los lugares comunes del prime time.
Y tercero, Twin Peaks fue el primer desafío real y consciente de la televisión actual a las expectativas del espectador. Todo el mundo se empeñó en encontrar la respuesta a una pregunta (¿quién mató a Laura Palmer?) y después descubrió que hay misterios que son puertas a otros misterios, que a su vez abren de nuevos. Lynch convirtió la serie original en el equivalente televisivo, apartando aquella cortina (roja) que esconde una verdad que nos perturba, pero no podemos evitar querer alcanzar. Por eso en su día no se hablaba de otra cosa, por eso dibujamos una sonrisa de complicidad cuando escuchamos las notas de Angelo Badalamenti, y por eso ya es historia de la televisión.

A fecha de hoy, el viaje hacia Twin Peaks tiene tres partes. La serie original, por un lado, que vista hoy mantiene el poder de sugestión, pero también evidencia los numerosos problemas de producción de la segunda temporada. Igual de fascinante y absorbente, pero más errática y con unos episodios finales desconcertantes. Después puedes detenerte en Twin Peaks: Fire Walk with Me, película firmada por el mismo Lynch que recorre los últimos días de Laura Palmer. Desigual, extraña, pero también con segmentos inolvidables, oscila entre el añadido innecesario y la provocación tan lynchiana. Y finalmente la secuela estrenada en 2017, un retorno no exento de conflictos (el director se las tuvo con la cadena por el número final de episodios, dieciocho) pero que, en términos de calidad, está en el podio de sus grandes obras. Es un paseo apasionante por las resonancias de la serie original y también una aproximación a los estragos del tiempo y las sublimaciones; aquí ya no va de saber quién ha matado a Laura Palmer, sino de aprender a convivir con sus (y los propios) espectros. Solo Lynch podía estrenar una secuela tantos años después y convertirla en un experimento tan atrevido que habla más del espectador y de su relación con la imagen que de la trama original. Una idea, esta, que culminaba con un último plano magistral y aterrador que daba un final a Twin Peaks, pero certificaba que, como el autor, es eterna.