Entre la pompa de la extraña ceremonia, y a punto de cumplir 87 años como 87 soles, Mario Vargas Llosa parecía ayer una nueva Eugenia de Montijo, la emperatriz más exótica posible para esta Francia de nuestros días, esnob, confundida y pasada de moda. La verdad es esa. El escritor peruano, allí de pie dentro de la Academia, parecía la enésima reencarnación de la fulgurante mujer de Napoleón III Bonaparte. Y es que después de los grandes esfuerzos de mi añorado amigo, el escritor Jean d’Ormesson, durante tantos años, por revitalizar la antiquísima y honorable institución fundada por el cardenal de Richelieu en 1634, no se le ve enmienda posible. “De la Academia francesa siempre debemos decir lo peor y burlarnos de ella, me decía, —el escritor, no el cardenal—, mientras no seas académico, Galves. Pero si un día lo eres, entonces ya lo eres, entonces es cuando dirán lo peor de ti y se reirán de ti”.
El escritor peruano, allí de pie dentro de la Academia, parecía la enésima reencarnación de la fulgurante mujer de Napoleón III Bonaparte
Fue una experiencia, curioso el ver la disminuida tribu de la orilla del Sena, esos sacerdotes que se reúnen los jueves bajo la cúpula. Allí estaban casi todos los académicos, los cuarenta inmortales, efímeros inmortales donde, por fin hay mujeres —gracias a Ormesson que impuso a Marguerite Yourcenar—, ese peculiar senado de la que fue, durante siglos, la primera literatura del mundo. Vargas Llosa ha ido a engordar la sección de las minorías étnicas de la institución, junto al encantador Dany Laferrière, negro haitiano-quebequés, del franco-ruso Andreï Makine, del franco-británico Michael Edwards, del franco-libanés Amin Maalouf, del franco-italiano Maurizio Serra y del franco-chino François Cheng. Y lo digo porque Vargas de Montijo ni ha escrito nada en francés ni tampoco logra distinguir siempre entre las eses sordas y las sonoras. Y se enreda, a veces, con las vocales francesas. Mario se convirtió en Eugenia de Montijo exactamente en el preciso instante en que aceptó ser académico cuando dos premios Nobel franceses vivos, Jean-Marie Gustave Le Clézio y Patrick Modiano habían rechazado abiertamente formar parte de la institución. Annie Ernaux aún no había conseguido el premio de la Academia Sueca y Gao Xinjiang, el premio Nobel franco-chino, también los envió a tomar viento. No le veo vestido con el uniforme verde de los académicos y siendo una atracción de feria.
Mario se convirtió en Eugenia de Montijo exactamente en el preciso instante en que aceptó ser académico cuando dos premios Nobel franceses vivos, Jean-Marie Gustave Le Clézio y Patrick Modiano habían rechazado abiertamente formar parte de la institución
París era una fiesta. Pero la verdad es que cuando Mario Vargas llegó la fiesta ya había terminado y ese París de las novelas ya no existía. El discurso pronunciado por Mario Vargas fue el previsible, con una exuberancia sorda, opaca, quizás porque no supieron traducirle al francés lo que tan divinamente sabe elaborar en español. A mí, la verdad sea dicha, me entusiasma como escribe Mario Vargas Llosa y estoy de acuerdo con él en una duda muy concreta. Sé que es un muy buen escritor, pero no estoy seguro, sin embargo, de si es un escritor extraordinario, de si es o no uno de los grandes de todos los tiempos. Le he oído que lo dice a veces y le doy la razón. En lo que no le doy la razón es en el contenido de su filípica. Vino a decir, como buen español de pueblo, que lo que más le gustaría ser es francés, frente al rey de España que le miraba de soslayo. A la hora de la verdad, después de tanta lectura y de tanta letra, sale esta cosa provinciana de querer ser de la capital del mundo, de pasearse por París, de hacer el fanfarrón en la ciudad más fanfarrona y maravillosa que yo haya conocido jamás. Al final toda esa vida de ambición, de trabajo, de literatura, sólo para eso, para poner cara de sobrepasado, de infeliz, de vanidad satisfecha. De sietemachos de suburbio. A la hora de la verdad no se acordó más del Tirante el Blanco, según un señor llamado Miguel de Cervantes, “el mejor libro del mundo”, todo fue genuflexión y adulación ante la cultura francesa. Una cultura tan importante y tan definitiva para la humanidad entera que no necesita para nada ni el incienso ni la música de Mario Vargas Godoy y los de Palacagüina.
París era una fiesta. Pero la verdad es que cuando Mario Vargas llegó la fiesta ya había terminado y ese París de las novelas ya no existía
No diré mucho del pésimo discurso de recepción de Daniel Rondeau, antiguo maoísta, antiguo obrero metalúrgico, francmasón, hombre de poder, de la confianza íntima de Macron, embajador de Francia en Malta y en la Unesco, que es como no ser embajador de nada y de todo. Fue el discurso de una impostura perpetua, el discurso de la catástrofe, milenarista como lo habría hecho cualquier Savonarola. Ahora que se ha dejado barba y, con la capa de académico, parecía el personaje de una escultura humana, de estas inmóviles, que pierde todo el sentido y la gracia si la ves que todavía respira y que es capaz de andar.