Fue el 25 de abril de 2008. Ese mismo día, en Badalona, coincidían dos misas musicales. Por un lado, la de Mavis Staples en el Teatro Zorrilla dentro de la programación del Blues & Ritmes. Por el otro, la ceremonia de Nick Cave y sus Bad Seeds en el Palau Olímpic (otrora lugar de peregrinación para muchos conciertos). En ese día era imposible dividirse, había que elegir entre uno y otro. Con la esperanza de que Mavis volviese por aquí (algo que luego, afortunadamente, ha sucedido), los tiros fueron hacia Nick Cave. No pisaba estas tierras desde hacía una década, concretamente en un Doctor Music Festival. Para la cita de Cave, allí donde un día se juntaron Magic, Bird y Jordan para jugar al baloncesto, un disco como Dig, Lazarus, Dig!!! que el tiempo no ha colocado entre los favoritos de sus seguidores. Estaba en esa etapa intermedia un tanto indefinida, ni la más incendiaria del principio ni la más profunda de la última década.

A partir de ese concierto, vino con más regularidad. Una que tuvo un carácter más exclusivo fue un año después en el Casino L'Aliança del Poble Nou, una velada íntima aprovechando la edición de su segunda novela, La muerte de Bunny Munro, combinando lecturas de la misma y las misivas afectuosas de los asistentes. Para quienes estuvieron en ese enclave del Poble Nou, el argumento es sólido: estuvieron a pocos metros de su ídolo. Si bien, esto de inmiscuirse entre sus seguidores, es marca de la casa. En cada Primavera Sound al que ha acudido (que han sido unos cuantos), ha acabado alzado por los aires cantando como un poseso y actuando como un Mesías. En 2015, en el único pase que ha hecho en tiempo fuera del circuito de festivales, pasó por el Auditori del Fórum (una plaza para primeras espadas como Tom Waits o Robert Plant). Por aquel entonces, el australiano estaba desatado, abordaba cualquier desafío. Sus conciertos eran una explosión, éxtasis puro pero descontrolado. En esa época, la punta del iceberg era la interpretación de Jubilee Street (hay una actuación asombrosa en Copenhague que se puede ver en YouTube). En otro contexto, también se acercó con Grinderman, en la primera de esas dos ocasiones, en un Summercase. Salieron con toda la munición preparada, en una hora la dispararon toda. Vamos, que ni en una invasión de zombis.   

Nick Cave - Quique García / efe
Foto: Quique García / EFE

A todo esto, y con toda la publicidad de The wild god a cuestas, Nick Cave & The Bad Seeds se enfrentaba a una prueba sagrada, el Palau Sant Jordi. Por primera vez en ese terreno, y con las expectativas por las nubes. Entonces, ¿qué tipo de concierto nos íbamos encontrar esta vez? ¿Qué grado de euforia se iba a alcanzar? ¿Habría momentos solemnes al piano o sería todo electricidad? ¿Habría confesiones como las que ha hecho en el libro Fe, esperanza y carnicería junto a Sean O'Hagan o en la famosa entrevista que le hizo Mariana Enríquez hace pocos meses? Muchas preguntas previas, y a priori, pocas respuestas. Solo las que nos iban a dar una vez acabase el show.

Mirando de soslayo el repertorio, varias acotaciones; hacen el disco nuevo entero excepto el último corte, As the waters covers the sea. También hay dos de Carnage, ese extraño experimento a medias entre él y Warren Ellis, que en verdad pasó de puntillas. Del resto de sus discos, escoge solo una canción. Cosa que, dicho sea de paso, sabe a poco. Sin embargo, están bien seleccionadas, aquí no faltan O children, Jubilee street, From her to eternity  (qué fuerza y qué desgarro), la bárbara Tupelo, Red right hand (brutal como la seguía coreando el público una vez la terminaron, casi como si fuera un himno) o The mercy seat. O ya en la prórroga, en los minutos de añadido, Papa won't leave you, Henry o The weeping song y esas palmas sincronizadas, a los que sus protagonistas se refieren como temas antiguos. O ya, como último suspiro, Into my arms con Nick solo al piano, una despedida cálida y muy bella.

Nick Cave a veces canta como un ángel y, a veces también, lo hace como un demonio

Un respingo para coger aire y asociar ideas, recomponer la compostura, tirar algún cohete como celebración y demostrar que, ciertamente, no están solos. Nick Cave a veces canta como un ángel y, a veces también, lo hace como un demonio. Dialoga con los suyos; con una vitalidad exageradamente desafiante (y honesta), simulando lloros, cogiendo una cámara de las de toda la vida a petición de un seguidor para inmortalizar la escena. Con las dos primeras tomas, Frogs y Wild dog, da un puñetazo severo en la mesa, con versos contundentes a todo color en pantalla. No hay nada por lo que temer, nada de lo que dudar. Luego ya, con los clásicos en otro umbral, se recrean en piezas más rimbombantes como Joy y esa Conversion que viste con un batín de seda y soul. Además, y ya de forma directa, justo al comienzo de los bises tienen un recuerdo para su amiga del alma Anita Lane en O Wow O Wow (How wonderful she is).

A Warren Ellis, quizá más comedido que otras veces, aunque siga siendo un lince con cada instrumento que coge, alguno lo pone en un escalafón similar o incluso superior que a su propio jefe, y eso da para debate. No obstante, la estructura que tienen como banda lo valida todo (inviable este formato de góspel sin esas cuatro coristas), desde arriba la vista era colosal, impactante: el ejemplo de una sinfonía perfecta. Y con menudo sonido, era como estar en sala, pero con las hechuras de un pabellón. Entre esas marismas, olas que azotan como en un vendaval. Unas circunstancias en las que ellos habitan hospedados en la gloria, Nick Cave y sus Bad Seeds nunca fueron presa de un reto fácil. En realidad, son unos mandamases.
 

Nick Cave / Quique García EFE
Foto: Quique García / EFE