No es la primera vez que Àlex Rigola se enfrenta a este texto de David Mamet. El año 2003, al inicio de su etapa como director artístico del Teatre Lliure, montó un Glengarry Glen Ross de mucho bulto escenográfico y sonoro. Ahora, veintiún años más tarde, presenta en Heartbreak Hotel una nueva versión de este clásico contemporáneo de 1983, estrenado por primera vez en el National Theatre de Londres y merecedor del Premio Pulitzer de Teatro y del New York Drama Critics Award. Rigola persevera en una concepción desnuda o esencial del teatro, sin los faustos que habían caracterizado sus primeros trabajos. Fiel a los mandamientos de su inédito "decálogo para una verdad escénica", está determinado a ofrecernos el trabajo –el talento, la fuerza– actoral en toda su magnitud, sin interferencias que lo desvirtúen.
Vendiéndolo todo para perderlo todo
Los nombres de los actores –créditos y dramatis personae al mismo tiempo– figuran en una pizarra que, en la obra, remite a la clasificación de los vendedores de una agencia inmobiliaria. El título de la pieza está escrito con tiza en el suelo; todo el utillaje que necesitan para explicarnos esta historia consiste en dos sillas y un fajo de papeles. El arranque es de lo más orgánico, y nos seduce la manera desenvuelta como Francesc Garrido -Levene, en el original– y Miranda Gas -Williamson- se nos dirigen y conversan entre ellos, con una fingida camaradería que, poco a poco, va dejando al descubierto las desavenencias y conflictos entre los personajes. Estos, emancipados en cierta manera de la obra –pero fieles a ella– y "contaminados" por los intérpretes que les ceden el nombre y les dan vida, se toman la licencia de aclarar cuatro cosas al público.
Resulta muy placentero ver a estos brillantísimos actores dándolo todo: la dirección de Rigola es precisa y, al mismo tiempo, se respira libertad
Asistimos a las relaciones entre un grupo de agentes inmobiliarios que, sometidos a incentivos humillantes y amenazas de ser despidos, se enfrentan o se alían para incrementar el margen de beneficio, hundiéndose cada vez más en la mezquindad y la ilegalidad. El original partía de un elenco íntegramente marculino, pero Rigola ha optado –con mucho acierto– por introducir a dos actrices: Miranda Gas, que interpreta a la jefa de ventas, y Sandra Monclús, que asume la irascible y malhablada Moss, un personaje falto de escrúpulos y con una gran capacidad de manipulación. Completan el reparto Pep Ambrós –el Ricky Roma del original– Andrés Herrera -Aaronow, desesperado porque no consigue cerrar ventas– y Àlex Fons, en un papel más circunstancial de comprador indefenso ante las argucias de los comerciales.
El personaje de Garrido –una especie de Willy Loman de los años ochenta– se revela como el gran perdedor de la historia: su relato alucinado sobre una venta exitosa que cree haber cerrado –necesita desesperadamente volver a confiar en su instinto– anticipa la derrota. Más feroz todavía, y no del todo derrotado, resulta el personaje de Ambrós, un encantador de serpientes que moviliza toda su energía para acosar a los clientes con su combinado de mentiras, razonamientos capciosos y vínculos fingidos. Entrenado en una oratoria de encubierta, astuta agresividad, sabe muy bien cómo utilizar el argumento del relativismo moral –así como una furiosa apología de la libertad individual– para exaltar la ambición y despertar en los potenciales clientes el deseo de comprar. Es también portador de una ira descomunal que, cuando sobreviene, lo transmuta de arriba abajo. ¡Y qué bien transmite el actor todo este peligro!
Estos self-made men entrenados en la venta 'a puerta fría' son hombres de acción que, paradójicamente, lo fían todo a su capacidad de persuasión
Resulta muy placentero ver a estos brillantísimos actores –¡el casting es inmejorable!– dándolo todo: la dirección de Rigola es precisa y, al mismo tiempo, se respira libertad. La esencia de los diálogos se mantiene en toda su dureza, si bien algunos referentes y notas de sociedad se han actualizado. Las interacciones manifiestan hasta qué punto el capitalismo más salvaje y depredador ha calado en los personajes, preocupados tanto por su supervivencia como por su reputación. Garrido y Ambrós, sobre todo, encarnan el prototipo del self-made man. Entrenados en la venta "a puerta fría", son hombres de acción que, paradójicamente, lo fían todo a su capacidad de persuasión, es decir, a los fascinantes relatos de éxito o confort que son capaces de levantar con sus discursos. El riesgo es lo que los pone a tono, y el orgullo de vivir de su ingenio. Se sienten de una raza en extinción, cowboys en un mundo de burócratas y chupatintas. Ahora mismo, sin embargo, se revelan prescindibles, meros desperdicios del sueño americano. Y, a pesar de eso, saldrán a vender y a perderlo todo.