Hay dos posibilidades. La primera es que seas una persona que haya tenido o tenga una casa con balcón frente al mar, pongamos por caso en Coma-ruga, Platja d'Aro o la playa de los Eucaliptos. La segunda, en cambio, es que seas alguien como el humilde escritor de este artículo, que en alguna ocasión ha disfrutado de las vacaciones delante de la playa, pero que nunca ha veraneado en un apartamento a primera línea de costa. No es lo mismo. Seas del grupo que seas, tienes que saber que hay una tercera posibilidad en la ecuación, que por nada del mundo pide tener ningún apartamento en la costa y que, de hecho, tampoco requiere estar de vacaciones. Reclama, únicamente, atreverse a creer que leyendo un poema se puede estar de vacaciones y veraneando. Es decir, descansando. Desconectando. Holgazaneando en una tumbona, con chancletas y camiseta de tirantes, desde un balconcito delante del mar, con una mesa oxidada por la sal, una vista precisa del infinito y, sobre todo, un ejemplar de L'estiuejant, el primer libro de poemas de Josep M. Fonalleras y del cual conoces perfectamente al protagonista: tú.
Existe una diferencia importante entre hacer vacaciones y veranear: el primer acto se basa en disfrutar de un derecho laboral, donde sea y haciendo lo que sea, mientras que el segundo se basaba en establecerse en otra residencia diferente del habitual para desconectar. Que hacer vacaciones sea una cosa actual y veranear un verbo conjugado en pasado no depende tanto de la evolución económica y social de la sociedad, que también, sino del hecho de que con un aparato en el bolsillo donde WhatsApp no para de hervir y la sincronización de Google dispara notificaciones cada media hora, desconectar, como debes haber comprobado, es difícil. O imposible, más bien. Tan imposible como tener menos de cincuenta años, haber estudiado dos carreras y un máster, trabajar más de nueve horas al día y pretender tener una segunda residencia delante del mar con una miseria de sueldo. No nos engañemos: el acto de veranear es hoy en día un fósil para la mayoría de mortales. Una palabra con un pie en el pasado, con olor de cuando en el paseo marítimo de cualquier pueblo catalán había más pescadores que vendedores de colchones inflables con forma de cocodrilo, y sin embargo un pie al futuro, o más bien a la ciencia-ficción de un futuro donde la clase media vuelve a veranear, si es que la clase media vuelve a existir nunca. Un verbo, en definitiva, como volar, tan válido como utópico de llevar a cabo. Por eso mismo, tan poético.
Si L'estiuejant de Josep M. Fonalleras eres tú es precisamente por eso, ya que el 99% de las personas que lean este artículo no habrán hecho las maletas para irse a vivir tres meses en una casa de veraneo en la cual descansar. El presente ya no lo permite, pero sí que permite dejarse llevar por los versos afables, claros y aparentemente sencillos de Fonalleras, que en el primero y mejor poema del libro nos transporta a la terraza de un piso delante de la playa para pasar unos cuantos días, siempre con la mirada puesta al mar, a los bañistas, a los placeres y a los pecados que cada noche alguien comete encima de la arena y a cómo, al día siguiente, el agua los borra todos para volver a empezar. Si veranear es alguna cosa, que sea esta rutina. Cambiar la rutina del día a día por la rutina del no hacer nada, sólo observar el mar, reflexionar sobre aquello que pasa y disfrutar del placer que es vivir pendiente sólo del sonido de las olas, un placer tan inmenso que parece que tenga que provocar un pasmo. Quién sabe si el mismo susto del cual hablaba Giacomo Leopardi en El infinito, el universal poema que el autor italiano escribió observando un matorral que le privaba de ver el horizonte.
El infinito de Fonalleras no tiene ningun seto, sino que es un balcón frente a la playa, al igual que el de Verdaguer era "un promontori que domina/ les ones de la mar" en su poema Vora la mar, pero por suerte el horizonte de L'estiuejant del cual somos protagonistas no nos chafa ni nos pesa, como le pasa a Verdaguer ante la inmensidad del mar y de "llur grandesa", sino que más bien nos ahoga, pero no pasa nada. Cuando la vida es una experiencia inundada en un balcón con olor de salitre, dos tumbonas bajo el toldo, una copita de vino blanco y el teléfono móvil apagado, veranear vuelve a ser un verbo que se puede conjugar en presente. Tenía razón Leopardi: cuando la vida es eso, evidentemente naufragar es dulce en este mar.