Preguntarse si Jacint Verdaguer tendría Twitter en caso de vivir en nuestros días es absurdo, pero sin embargo en Dietari de un pelegrí a Terra Santa no sólo se puede seguir de de cerca el periplo documentado, singular y lleno de anécdotas del poeta durante su viaje el año 1886 a Oriente Medio, sino que aquello que leemos está escrito con la irreverencia, la originalidad y la mala leche que a menudo corre por Twitter. Si este libro es tan importante para comprender la visión del mundo de Verdaguer es, sobre todo, porque el presbítero osonense encaró el viaje como la aventura definitiva en busca de la perfección espiritual. ¿Lo consiguió, sin embargo?

Los motivos del viaje

Para entender bien el libro, primero hay que entender bien el contexto del peregrinaje. Empecemos por el principio, pues. Habiendo publicado ya los dos libros de poemas que darán el sentido más amplio a su producción poética, L'Atlàntida y Canigó, Verdaguer se encuentra en su plenitud como escritor, absolutamente recuperado de sus problemas de salud de una década atrás y con una situación económica plácida que le permite dedicarse casi en absoluta plenitud en la escritura. Le falta una sola cosa: descubrir Tierra Santa, un viaje que anteriormente –hasta en dos ocasiones- se le había resistido.

Tierra Santa Verdaguer

Primera edición de Dietario de un peregrino a Tierra Santa. (Biblioteca Nacional de España)

Se trataba de descubrir nuevas tierras de una manera mucho más espiritual que sociológica o turística, ya que de viajar, Verdaguer, era todo un veterano: desde 1874 había sido cura de vapor de la compañía del Marqués de Comillas y más tarde limosnero de la misma familia, teniendo la oportunidad de atravesar el Atlántico hasta América nueve veces o recorrer varios lugares de la península Ibérica, el norte de África o la Europa occidental y central. En todo este tiempo, nunca había tenido la ocasión de visitar a Jerusalén, una tierra mitificada por él no sólo por su condición de sacerdote, sino también porque de pequeño Verdaguer no había ejercitado la imaginación leyendo el Vaixell de Vapor ni viendo el Club Super 3, sino escuchando cómo su madre le leía El devoto peregrino de P. Castillo, una cosa un poquito más densa que Gerónimo Stilton, dijéramos.

A su manera, Verdaguer se preparó para el viaje de una forma parecida a como lo haríamos nosotros hoy, cambiando la Lonely Planet o las guías Routard por dietarios como Itiniéraire de Paris a Jerusalén, de Chateaubriand, o Souvenirs, de Lamartine. Más allá de esta bibliografía más devota o literaria, el libro que mejor le sirvió para guiarse no fue ningún otro que la Biblia, quizás porque la pretensión y voluntad de Verdaguer con respecto al viaje era, principalmente, la búsqueda de Jesucristo y, en consecuencia, de los lugares y paisajes que ocuparon la vida del Mesías, tal como confiesa el poeta en el prólogo del Dietari. Dicho y hecho: deseando tropezarse cara a cara con la misma figura de Dios, Verdaguer hace un ejercicio de geocentrismo y equipara Palestina con el auténtico centro del Universo, el lugar sagrado donde siempre había querido ir y que, una vez conocido, según él, permite no tener que conocer ninguna otra parte del mundo. "Quiero bañarme en  el sol de Palestina, no el sol material, sino aquel sol que no se ha puesto nunca ni se tiene que poner, el sol de todos los corazones, de todas las inteligencias, el verdadero centro del Universo.", afirma en un tuit escrito un siglo y medio antes de Twitter.

La vitalidad de la palabra de Dios

No hay que olvidar que estamos en el último tercio del siglo diecinueve, que la primera Revolución Industrial ha sacudido el mundo occidental, tanto en el ámbito económico como social, y que la aparición del Origen de las especiess de Darwin pone de manifiesto por primera vez a la historia que los hombres no son fruto de la Providencia divina. En este contexto, el poder de la Iglesia católica empieza a verse amenazado por un mundo donde el auge de la nueva sociedad industrial ha provocado estragos políticos y sociales de gran magnitud. Ante eso, Verdaguer busca en su periplo a Tierra Santa una manifestación de resistencia y difusión del catolicismo, pero en Jerusalén, ciudad santa para tres religiones diferentes, la aventura verdagueriana choca de cara con la presencia tanto de otras formas de cristianismo (los ortodoxos o los protestantes) como del judaísmo y el mundo islámico.

Es aquí donde, de forma absolutamente natural, aparece el Verdaguer más hater. El Verdaguer a quién hoy le censurarían la cuenta de Twitter durante unos días, quizás. Los primeros que pagan el pato son los ortodoxos, cuando a su paso por Egipto son descritos por el poeta como ignorantes y fanáticos, y después, ya en Tierra Santa, simplemente como fanáticos y materialistas; tres cuartos de lo mismo pasa con los protestantes, o tal como los denomina Verdaguer, "los sectarios de Luter": según él, "las escuelas, que plantan por todas partes y desde donde pueden hacer más daño" significan la amenaza más desestabilizadora que existe en Europa sobre el catolicismo. Uno de los pasajes más representativos de este desprecio de Verdaguer hacia otros tipos de cristianos es, por ejemplo, aquel que describe la procesión del Sábado Santo, donde el de Folgueroles acaba afirmando que le parece "un horror, confieso que yo habría huido asustado desde el principio".

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Retrato de Jacint Verdaguer. (ACN)

Siempre que habla de los judíos, en cambio, transforma el tono de rechazo por un tono más próximo a la compasión, aunque es la comunidad que le despierta más animadversión, ya que en ningún momento puede dejar de olvidar que fueron ellos los que dieron muerte a Jesucristo. Si los ortodoxos o los protestantes son unos desamparados, para Verdaguer los judíos son unos desamparados a conciencia, ya que "estos actúan sabiendo lo que hacen". Para cerrar el círculo de religiones, en las páginas dedicadas a los musulmanes el autor de Flors del calvari muestra una mezcla de curiosidad exótica e incomprensión. Cuando habla de los ortodoxos, los protestantes o los judíos lo hace describiendo a personas como él que sencillamente tienen una fe distinta, pero en cambio cuando habla de los seguidores de Mahoma lo hace desde una distancia que se ensancha palabra tras palabra, como si entre él y los fieles del islam existiera otra realidad. Por eso, por ejemplo, cuando habla de la vestimenta o las costumbres de los musulmanes lo hace con la misma animadversión y poca empatía que un votante de VOX describiendo a los asistentes a una manifestación en apoyo a Pablo Hasél.

Un juego de espejos entre dos mundos

Estamos en el siglo XIX, el siglo del imperialismo occidental donde alemanes, ingleses y franceses, por ejemplo, extienden sus conquistas coloniales hacia territorios de África, Asia, el Índico o el Pacífico, convirtiendo aquellas tierras y las culturas que encuentran a su paso a la civilización occidental. El relato occidental dice, por ejemplo, que los europeos llegan a África y consiguen abolir los sacrificios humanos en las tribus, o que cuando llegan a la India frenan en seco el comercio de esclavos. ¿Qué quiere decir, sin embargo, el concepto "occidental"? Verdaguer ve con sus propios ojos durante su viaje por la Europa central y del Este que la vieja Europa está perdiendo su vínculo directo con la fe católica, pero a pesar de eso entiende que las luchas entre protestantes, ortodoxos y católicos son irreparables en el viejo continente, que dentro de lo que cabe es el lugar ideal donde se ha expandido y triunfado la religión de Jesucristo. Por lo tanto, para Verdaguer el catolicismo es sinónimo de moderno, de europeidad, y Europa es sinónimo de civilización.

Todos estos elementos se hacen plausibles en el Dietari, donde el choque entre culturas es, en boca de Verdaguer, "abismal": El sacerdote llega a una tierra y una ciudad, en particular Jerusalén, que es capital de tres religiones, tres culturas y, por lo tanto, tres civilizaciones absolutamente diferentes. Esta mirada etnocentrista rezuma de forma evidente en algunas observaciones verdaguerianas que hoy serían un festival de 'blocks' en Twitter, con frases como "la población mora está a cien pasos de la europea, pero de costumbres están a mil leguas" o "Belén es una ciudad cristiana, casi católica. Ya al llegar se oye la civilizadora influencia cristiana, por suerte". Para Verdaguer, Europa exporta el progreso a los pueblos retrasados, y este progreso tiene que ser un progreso ligado al catolicismo, ya que del contrario nada tiene fundamento. La poesía europea del momento, heredera del romanticismo pero alejada de una vocación religiosa, también ha perdido la cabeza, según el poeta: "los caminos de la poesía moderna, tan llenos de barro, de polos, de tinieblas, de duda y desesperación..."

Catalunya tras todas las cosas

El espíritu tiquismiquis del poeta de Folgueroles es constante y permanente a lo largo de todo el volumen, considerado por Josep Pla como el mejor libro de prosa escrito en catalán en el siglo XIX. La otra característica inherente es la resonancia interior con el fin de analizar la cosa exterior: hablando claro, Verdaguer hace constantemente aquella cosa tan catalana de compararlo todo en la medida de nuestra casa. Todos conocemos a alguien que delante del Duomo de Milán ha dicho que no tiene nada que envidiar a la Sagrada Familia, que en la Place des Vosges de París ha dicho que la Plaza de la Independencia de Girona tenía más encanto o que después de probar carne de Kobe, en Japón, ha confesado que el fuet de Osona  no tiene rival en ningún sitio. Verdaguer hace lo mismo, a su manera, comparando constantemente aquello que ve con aquello que recuerda dentro suyo y poniendo en el mismo saco los paisajes de Tierra Santa o Egipto y los de Catalunya: en un pasaje, incluso, dice que las montañas de Keòps le recuerdan a las de Montserrat.

De vuelta a casa, Verdaguer será ya otro: escribirá cada vez menos y se bolcará a la dedicación a los pobres, buscando el camino de la perfección espiritual. Curiosamente, pues, el Dietari de uno pelegrino a Terra Santa significa un viaje al centro de la vida cristiana que en el poeta deviene, en cambio, un viaje introspectivo e implosivo hacia él mismo del cual no vuelve siendo el mismo. Un viaje lejano, curioso, lleno de tópicos políticamente incorrectos y de reflexiones fascinantes sobre la fe en los hombres pero que lo acaba llevando emocionalmente al mismo lugar de donde venía para darse cuenta que quiere cambiar las cosas. Incluyendo, entre ellas, el rumbo de su vida.