Todo lo que confesaré en las líneas que siguen, me avergüenza. No lo escribas, pues, debéis pensar. Tenéis razón. Me avergüenza de la misma manera que me explica y que si alguien se encuentra será cobijo y consuelo en la distancia, un abrazo de hermandad consumista y de moral frágil. Hablo de la cantidad de ropa que tengo en el armario. Hasta hace pocos días no tuve la urgencia (como un remolino de viento de estos días de puente) de vaciar cajones de ropa de verano para hacer espacio (con toda aquella complejidad) a jerséis de lana y pantalones de pana. Me avergüenzan las pilas de ropa, toda parecida, toda prácticamente igual: camisetas negras, jerseicitos a rayas, montañas de tejanos que son el mismo tejano que ha necesitado centenares de litros de agua para hacer ver que está gastado y un poco roto. Nadie de este mundo sería capaz de diferenciar los unos de los otros, casi ni yo que los compré por aquel matiz que me pareció inigualable.
Un armario lleno de básicos
Hace quince días hablaba de la gente que vuela en primera clase y de los que tienen jets privados, pero me ha explotado la propia realidad en la cara cuando me he dado cuenta de que hago lo mismo a escala de armario con básicos de Zara (encima contribuyo a la explotación de niños de Bangladés). He vaciado cajones para encontrarme ropa que hace años que no me he puesto y que todavía no, todavía no me desprendo. Todos los pantalones pitillo de la época en que pareció que no vestiríamos nunca más nada que no fueran unos pitillo bien estrechos de muslo y tobillo. Ahora haz sitio a la ropa recogida de los armarios de las abuelas que hace unos años nos parecía carnavalesca. Si alguien se mira los capítulos de La Granja (maravillosos, de finales de los ochenta, colgados en el 3cat) descubrirá que los personajes parecen unos modernillos que compran en las mejores tiendas vintage. Para que después alguien piense que no hay un Dios de la moda no sé dónde, determinando lo que nos parecerá bonito y moderno y que nos quedará que no veas.
Todo es una trampa, todo puede ser mentira y todo puede ser al revés
También me he he encontrado, un cambio de armario más, alguna ganga de unas segundas rebajas de hace unas cuantas temporadas con la etiqueta puesta. La confirmación del fracaso de aquellos momentos de duda (¿seguro que me lo pondré?) y que fue un sí, únicam y exclusivamente porque valía nuevo noventa y nueve y entonces es un mandato. El precio de una cubata, pensaba, en las épocas que ya no salía tanto de fiesta y me consolaba gastar en las tiendas de ropa lo que no invertía maltratándome el hígado. En los caminos recónditos del convencimiento, mi mente se sale: te lo puedes permitir, para eso trabajas, no pasa nada, es barato, siempre te compras cosas baratas, para ir cambiando, tampoco has tenido tantos caprichos, ahora viene una paga doble, es lo que te gusta, comprar ropa, comprar libros, comer fuera, no gastas tanto en viajes, no tienes hijos. Todo es una trampa, todo puede ser mentira y todo puede ser al revés. Repito el cliché monstruoso de comprar cuando tengo la autoestima baja, cuando alguna cosa no me ha ido bien, cuando me veo más fea, con aquellos granitos en la cara, cuándo hago ojos de cansada. Cuando creo que lo necesito. Así lo siento, como una necesidad. Va, que tampoco vendrá de esto y si después no te gusta te devuelven el dinero... Que floja que soy. Una necesidad. ¿Qué sabré yo de las necesidades de los jerséis de cuello alto negro de Zara?
Repito el cliché monstruoso de comprar cuando tengo la autoestima baja, cuando alguna cosa no me ha ido bien, cuando me veo más fea, con aquellos granitos en la cara, cuándo hago ojos de cansada
Cuando mi pareja me comenta la cantidad ingente de ropa que acumulo porque me ve llegar con otra bolsa llena, tengo a punto el contraataque: tengo tanta porque lo he acumulado a lo largo de muuuuuuchos años. Es eso, no la tiro, no la doy, la guardo toda, claro son pantalones comprados durante diez o doce años. Pero por dentro, bajo el jersey de cuello alto negro, bajo la piel, hay la vergüenza, el conflicto y la culpa. Soy lo que critico y lo que no me gusta del privilegio. Tengo la moral baladina como el tejido de las camisetas que volveré a comprar. Que no lo sepa nadie, que nadie más vea aquello que compro y que amontono. No lo explicaré. Y será como si no existiera.