El viaje nace de la curiosidad, del asco que puede llegar a sentirse por sí mismo, del hartazgo de lo que nos es familiar y conocido, de las ganas de salir de la pesadilla de una vida feliz y, de alguna manera, sin quehaceres. Ir hacia lo que no somos nosotros e ir hacia los demás, no es sólo la forma más rotunda de la inteligencia —Chesterton decía que la gratitud es la forma superior de la inteligencia—. También es, de momento, el origen del conocimiento histórico como demuestra el ejemplo de Heródoto, y, en definitiva, el impulso primigenio de todo conocimiento en cualquier ámbito. Poder ir más allá de tu propia nariz.
Ir hacia lo que no somos nosotros e ir hacia los demás, no solo es la forma más rotunda de la inteligencia
También es verdad que grandes mujeres y grandes hombres nunca se movieron más que unos pocos kilómetros del hogar que les vio nacer, pero parece que son minoría y ese su sedentarismo nos parece hoy una extravagancia o la manifestación de una timidez inmoderada, sospechosa. A nuestra sociedad le gusta viajar constantemente y destina gran parte del tiempo del preciado ocio a lo que es, quizás, nuestro pasatiempo favorito. Es la manifestación contemporánea de la identidad individual que se aferra a las vacaciones viajadas como una promesa de felicidad. Usted puede ser feliz. En movimiento, pregúnteme cómo. El hombre moderno viaja, probablemente, porque sigue emulando ese gesto cultural que se consolidó en el siglo XVIII, el Siglo de las Luces, y que coincide, y no es casualidad, con el siglo de los viajes.
El hombre moderno viaja, probablemente, porque sigue emulando ese gesto cultural que se consolidó en el siglo XVIII, el Siglo de las Luces, y que coincide, y no es casualidad, con el siglo de los viajes
Viajar se convirtió desde entonces en una promesa de conocimiento y de placer, de rebeldía, de huida hacia adelante, de ir más allá de lo que nos es dado, de ir más allá de la fatalidad. Y fue un nuevo tipo de escritura. Quizás la actual preeminencia de la cultura y la civilización anglosajonas nacen precisamente de eso, del entusiasmo por el viaje de muchos de sus intelectuales. El caballero británico Henry Swinburne (1743-1803) es uno de los grandes nombres de ese momento, uno de los mejores ejemplos de esta necesidad de salir de uno mismo en busca de la diferencia. Podemos conocerlo a través de sus Viajes a España entre 1775 y 1776, los primeros dedicados a Catalunya y al País Valenciano. La España que interesa primero es ésta.
Viajar se convirtió desde entonces en una promesa de conocimiento y de placer, de rebeldía, de huida hacia adelante, de ir más allá de lo que nos es dado, de ir más allá de la fatalidad
Entusiasmado cuando reconoce en nuestro país los restos de Roma y de la dominación árabe, Swinburne nos ofrece un interesante reporte de nuestro país, bien soleado y optimista, entonces como ahora, la benignidad del clima fascina siempre a los ingleses. Barcelona es descrita con un maravilloso estilo: “Nada puede ser más agradable que las agujas góticas sobresaliendo por encima de los pinares oscuros, las escarpadas ruinas de la Roca y los fértiles campos de las orillas del Besòs... Esta ciudad es un dulce lugar ”. Valencia y su paisaje, por su parte, recibe elogios encendidos pero no así sus habitantes. De los catalanes había destacado su personalidad independiente, tan diferenciada del resto de españoles que casi parecían extranjeros. Y, muy significativamente, también diferencia entre la Marca Hispánica y lo que denominamos la Catalunya Nova, a la que califica de abandonada y sucia. El señor Swinburne siempre se presenta a las autoridades de los territorios que visita, obtiene plena libertad de movimientos e información sobre las peculiaridades y los lugares que merecen ser visitados. Nuestro teatro indígena le parece pésimo, grandilocuente y quejica. Y se emociona ante el coraje y el infortunio de los catalanes después de 1714.