Un libro que en los años 1920 suministró munición para criticar el colonialismo francés, el Voyage au Congo, de André Gide, se reedita ahora en castellano, en la editorial Península, con traducción de Palmira Feixas y un prólogo de Constantino Bértolo, en que se elogian las indudables cualidades literarias de la obra. Este libro tiene su origen en el diario de un viaje que hizo Gide por el Congo en 1926 (el protagonista de la obra, no nos confundamos, siempre es Gide, no los africanos explotados). En este trayecto por el África Ecuatorial Francesa, André Gide, un individuo convencido de la superioridad occidental y de la necesidad del colonialismo para salvar a las poblaciones del África Negra, quedó conmocionado al descubrir en qué consistía, sobre el terreno, la práctica del colonialismo, que no tenía nada que ver con la protección de los autóctonos. Tras la publicación de la obra, algunos sectores de la derecha francesa se escandalizaron y acusaron a Gide de traición; la izquierda, en cambio, celebró el texto. Pero las empresas concesionarias denunciadas por Gide mantendrían el control sobre el territorio congoleño durante algunos años. Y Gide, pese a todo, nunca dejaría de estar convencido de la necesidad de colonizar a los africanos. Este texto, en su época, también tendría su resonancia en Catalunya (dio pie, por ejemplo, a reflexiones sobre el colonialismo de Carles Soldevila, como explica Montserrat Bacardí en su tesis en el UAB). Sin embargo, los catalanes no estaban, en aquel momento, especialmente interesados en la crítica al colonialismo. Había incluso quien reivindicaba la necesidad de un imperialismo catalán.
La sangre
André Gide emprendió en 1926, con su amante, el cineasta Marc Allégret, un viaje por el África Ecuatorial Francesa que duraría algunos meses y que les permitiría conocer varios territorios ecuatoriales. En Viaje al Congo Gide explica su viaje por territorios coloniales en primera persona, aunque hay quien le atribuye toques de autoficción. Ahora bien, hay bien pocas dudas acerca de lo que él explica sobre el trato a los habitantes del Congo francés, la actual República del Congo o Congo-Brazzaville: posteriormente sería corroborado por otros testimonios y numerosos estudios. El territorio del África Ecuatorial Francesa, en ese tiempo, estaba dividido entre una serie de compañías privadas que se encargaban de explotar el territorio casi sin ningún control oficial. Y lo hacían todo para maximizar sus beneficios. Impusieron una campaña de terror para conseguir que las poblaciones se doblaran a sus designios, aceptaran los trabajos forzosos y les ofrecieran marfil, caucho y los bienes que querían. Gide explica, sin muchos tapujos, todas las fechorías del colonialismo: desde el nombramiento de jefes títeres, sin ninguna representatividad real, hasta las estafas impunes, pasando por la altísima mortalidad en la construcción del tren Congo-Ocean o el establecimiento de unos precios de venta de productos para los blancos muy inferiores a los reales (los blancos solo pagaban 1 franco por un pollo que en realidad valía tres). Pero lo más contundente de la obra de Gide, lo que afecta más profundamente al lector, es el relato de la violencia aplicada contra los africanos: palizas, trabajos forzados, destrucciones de pueblos, torturas... Y además, Gide constató que todo eso se hacía con el visto bueno de la administración colonial.
La paja en el ojo ajeno y la viga en el propio
Al principio del siglo XX, un gran escándalo sacudió Europa. Se publicaron pruebas que mostraban que el rey Leopoldo de Bélgica se había enriquecido extraordinariamente a base de explotar despiadadamente a las poblaciones del Estado Libre del Congo (la actual República Democrática del Congo), una institución creada, inicialmente, para "proteger" a los "indígenas". Uno de los que hizo una denuncia más chocante de las atrocidades del rey belga y sus hombres fue el novelista Joseph Conrad, con El corazón de las tinieblas. No hablaba de oídas: él mismo había trabajado en el Congo para una empresa colonial. La denuncia propició que las otras potencias coloniales criticaran los abusos del Congo belga hasta el punto de que Leopoldo II tuvo que dejar "su" colonia al Estado belga, en 1907, a cambio de una indecente indemnización). El escándalo congoleño sirvió para que Francia y Gran Bretaña ocultaran sus propios escándalos coloniales y acusaran al colonialismo del rey belga de ser mucho más cruel que los suyos propios, que estarían destinados, en teoría, a proteger las poblaciones locales. Años más tarde, durante la Primera Guerra Mundial y en los años inmediatamente posteriores, Francia y Gran Bretaña llevarían a cabo una campaña idéntica contra Alemania, y así conseguirían repartirse, al fin del conflicto, su imperio colonial (Togo, Namibia, Kamerun, Tanganika...). En el colonialismo, la autocrítica llegaría mucho más tarde.
Contra el "mal colonialismo"
André Gide retrataba a unos negros básicamente buenos: los criados eran serviles, las poblaciones eran afables, los niños eran juguetones... No hay que olvidar que Gide recorrió miles de kilómetros en tipoy (litera), cargado sobre los hombros de los africanos. Gide denunció que los europeos no trataban a los autóctonos como se merecían. Pero, en cambio, mostraba una gran confianza en la superioridad de los europeos: "Creo que los negros solo pueden desarrollar un poco su inteligencia, ya que su cerebro torpe y estancado está sumido en una noche espesa...", decía. Gide estaba dispuesto a justificar los abusos contra los africanos si eran "por su bien", pero en cambio denunciaba la rapacidad de empresas y funcionarios coloniales. En una ocasión presenció un proceso contra un administrador colonial que había sido autor de muchos abusos. Gide, antes de explicar el caso, ya lo calificaba de "pobre" y acusaba a quien "lo había enviado sin suficiente formación ni recursos" al Congo. Gide afirmaba que el uso del terror respondía a la falta de formación de los administradores y argumentaba que eso acababa provocando revueltas.
Demasiado tarde
Gide ofreció a sus contemporáneos datos muy válidos sobre el funcionamiento de la institución colonial, pero nunca fue capaz de librarse de su creencia en la innata superioridad occidental ni de los estereotipos colonialistas. En realidad, estableció una relación completamente colonial con los africanos con quienes se cruzó durante su viaje. Por eso, el mensaje de André Gide era bastante ambiguo. Animaba el colonialismo, pero al mismo tiempo censuraba sus excesos. Algo muy similar a lo que defendería, pocos años después, el periodista catalán Francesc Madrid en La Guinea incógnita. Vergüenza y escándalo colonial. En los dos casos, incluso, apostaban por la "firmeza" hacia los "indígenas", ya que la demostración de fuerza contra los colonizados desde el principio minimizaría las revueltas y evitaría un mayor uso de la violencia. En cambio, el socialista Indalecio Prieto, en aquella misma época, advertía sobre "el contagio de la barbarie": aquellos que actuaban con brutalidad contra los pueblos coloniales y que no los escuchaban estarían dispuestos a actuar con la misma fuerza contra los pueblos metropolitanos. Sus conclusiones fueron proféticas en el caso español, como se vio cuando el ejército del África se lanzó con toda contundencia a la conquista de la metrópolis durante la guerra civil; y estuvieron a punto de ser proféticas en Francia, en el caso de la OAS, que intentó trasladar la dictadura colonial argelina a la metrópolis. Quizás André Gide podía tener un pequeño potencial revolucionario en los años 1920, pero ahora, en unos momentos en que ya hay quien critica la "imperiofobia", habría que ir mucho más allá del pensamiento del escritor francés. Porque los razonamientos coloniales están lejos de haberse acabado.