"¡Buah!", dice él. "¡Buah!" contesta ella. Hace doce años que no hablaban y veinticuatro que no se veían en persona. "No sé qué decir, no sé qué hacer". En el reencuentro en un parque de Nueva York hay nervios, timidez, quizás el peso de las expectativas, una alegría sincera, un abrazo emocionado, o dos, y, también, pinchazos en el corazón. Nora y Hae Sung eran compañeros de clase en la adolescencia, se gustaban e, incluso, tuvieron una cita. Pero ella y su familia abandonaron para siempre Corea para instalarse en Toronto. Y aquellos niños que dejaban de serlo vieron rota su incipiente historia de amor. El sentido común nos dice que, sin esta separación forzada, aquello difícilmente habría cogido mucho vuelo, pero también nos confirma que la distancia física no provoca más que una idealización del otro, o de los recuerdos compartidos, flirteando con aquello tan peligroso denominado nostalgia.
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Doce años más tarde, ella ya vive en Nueva York y empieza a cumplir su sueño profesional de ganarse la vida como escritora. Él ha hecho al larguísimo servicio militar obligatorio y estudia ingeniería en la universidad de Seúl. Y se reencuentran gracias a las redes sociales. Durante unos meses, las videoconferencias reabrirán viejos afectos y crearán unas dependencias emocionales sin mucho sentido, cuando te separan miles de kilómetros, y cuando ninguno de los dos acaba de dar un paso firme para reencontrarse físicamente. Veinticuatro años después de aquel despido frío de dos preadolescentes que no han aprendido a gestionar las emociones, y doce más tarde de su última conversación separada por una pantalla de ordenador, Nora y Hae Sung vuelven a verse, y tocarse, nerviosos y felices, y prudentes, y conscientes de que la vida no es una comedia romántica.
La magia del in-yun
Película de sutilezas, de silencios y miradas, de lo que se dice y de lo que se calla, o se insinúa, Vidas pasadas es también un guiño de la directora novel —y guionista— Celine Song hacia su propio pasado, hacia su propia experiencia: como la Nora del filme, ella también dejó su país y sus raíces, y se vio levantando puentes íntimo entre dos culturas, entre dos idiomas, entre dos identidades. Como la Nora del filme, también se vio sentada en un bar, en medio de su marido norteamericano y su primer amor de infancia. Y como la Nora del filme, también pensó en un concepto coreano, una expresión tradicional, el in-yun, que significa providencia, o destino. El in-yun está relacionado con el budismo y la reencarnación, y viene a significar que, ya sea cruzándose en la calle por azar y fregándose las mangas de los abrigos, ya sea compartiendo una mesa o una conversación, un encuentro entre dos almas es producto de muchísimas interacciones anteriores sucedidas en sus vidas pasadas. Y cuando dos personas se casan, se cumple el milagro de 8.000 capas de in-yun a lo largo de 8.000 vidas pasadas.
Habla de las cosas que dejamos atrás, más o menos convencidos, y quizás nunca del todo
8.000 capas y vidas. Y 12, el ciclo temporal que pasa entre cada uno de los tres momentos que vemos en la película. Dos cifras que hacen avanzar a Vidas pasadas y que encienden la chispa de la magia de una película que habla de vínculos fuertísimos que superan los años, los océanos de distancia y las transformaciones íntimas. Que habla de las cosas que dejamos atrás, más o menos convencidos, y quizás nunca del todo. Que habla de decisiones vitales, pequeñas y no tan pequeñas. Que habla del destino y cuestiona que sea inexorable, porque, probablemente, no lo es. Que habla de quiénes somos, pero también de qué queda de quiénes éramos, y de quién podríamos haber sido. Que habla de renuncias, y de anclajes emocionales, y de fantasías de experiencias que no viviremos, y de existencias que no tendremos.
Con una puesta en escena tan elegante como sobria, dejando siempre cierta distancia entre la cámara y sus personajes, con un insólito dominio del tempo narrativo y de las elipsis, detallista cuándo hace falta (aquellas manos que casi contactan, cogidas en la barra vertical de un vagón de metro), misteriosa cuando hace falta (la primera primerísima escena del filme), siempre delicada y empática, Vidas pasadas es conmovedora porque nos interpela con honestidad y huyendo de cualquier cliché que insulte nuestra inteligencia. "De pequeña querías ser escritora para ganar el Nobel. Hace 12 años hablabas del Pulitzer. Y ahora... ¿qué querrías ganar?", pregunta Hae Sung. "Hace mucho que no pienso en estas cosas... quizás el Tony", responde ella, señalando la estatuilla más prestigiosa para los dramaturgos del planeta. En un puñado de entrevistas promocionales, Celine Song ha explicado que haciendo Vidas pasadas ha conocido el amor por el cine. Sería bonito que los sueños de Nora, el alter ego de la cineasta, se tradujeran en un Oscar al mejor guion original, muy posiblemente una quimera, definitivamente justicia poética, quién sabe si un in-yun en toda regla.