Siempre que los abusos sexuales tocan a leyendas culturales, el público actúa con una doble vara de medir: es así como maltratadores y violadores siguen gozando del majestuoso aplauso del palco independientemente de lo que hayan hecho, porque todavía hay quien dice que hay que separar la obra del artista. Una pantomima que sirve para seguir vitoreando al ídolo sin sentirse mal. Así se trata públicamente a Pablo Neruda, a Plácido Domingo, a Roman Polanski, a Diego Maradona: todos ellos señalados por pederastas o abusadores o machistas empedernidos, y todos ellos envueltos en telas sedosas, encumbrados por sus virtudes profesionales hasta la divinidad. Hoy se cumplen 50 años del estreno de El último tango en París, la película en la que Bernardo Bertolucci y Marlon Brando violaron a Maria Schneider en pantalla, y es un buen momento para preguntarnos cómo es posible que la cultura sea catalizadora del acoso y derribo de las mujeres sin que haya consecuencias. ¿Es normal que dejemos de cuestionar al hombre? ¿Es justo que nos refugiemos en el gozo individual para justificar el mal ajeno? ¿Es venerable una obra aunque su autor sea un auténtico criminal sin escrúpulos? Y, sobre todo: ¿es ético rodar escenas que atentan contra la mujer sabiendo que la ficción es vulnerable de extrapolarse a la realidad?
Se recuerda el filme como uno de los taquillazos de los setenta, pero una de sus secuencias más controvertidas no contó con el consentimiento de Schneider en una escena que tampoco estaba en el guion. Es el momento en que el personaje de Brando viola al personaje de la actriz utilizando mantequilla como lubricante. Lo contó ella misma en 2007 y sus palabras no tuvieron entonces demasiada repercusión. “Debí llamar a mi agente o tener a un abogado en el set de rodaje porque no puedes forzar a alguien a hacer algo que no está en el guion, pero yo no lo sabía. Marlon me dijo que no me preocupara, que solo era una película, pero durante la escena, incluso sabiendo que no era real, estaba llorando de verdad”, explicó. “Me sentí humillada y, para ser honesta, me sentí un poco violada por ambos, tanto por Marlon como por Bertolucci”. En el momento del rodaje, la actriz solo tenía 19 años y era virgen. Marlon Brando tenía 48.
Durante años, la verdad fue una quimera: la película levantó polémicas por su cruda representación de la violencia sexual y atrajo varios niveles de censura, pero ningún espectador creyó ser testimonio real de una violación en directo. Incluso cuando Schneider confesó lo ocurrido, ya Marlon Brando muerto, el director lo negó diciendo que ella sabía perfectamente lo que iba a grabar, y las consecuencias jamás llegaron. No fue hasta 2013, cuando la actriz ya había fallecido, que Bertolucci reveló que todo era cierto, aunque no se viralizó hasta 2016, cuando Hollywood lo condenó en bloque: la idea se le había ocurrido la misma mañana mientras Brando desayunaba pan con mantequilla, y ambos se lanzaron al desvarío sin contar con la aprobación de Maria. "No quería que fingiese la humillación, quería que la sintiese; me siento muy culpable pero no me arrepiento, a veces en el cine tenemos que ser muy fríos", contó el italiano.
Las repercusiones reales de una violación real
La violación contra Maria Schneider ocurrida durante el rodaje de El último tango en París tuvo secuelas contradictorias para unos y para otros: mientras Bernardo Bertolucci fue nominado a los Oscar, ella deambuló por centros psiquiátricos arrastrando ese trauma como un espectro inerte. Se refugió en las drogas e intentó suicidarse en varias ocasiones. Después de esa película, jamás volvió a ver al cineasta ni a desnudarse en público, desarrolló una fobia extrema a la mantequilla y su honor fue mermado y silenciado por la industria. Murió con 58 años a causa de un cáncer de pulmón, sin haber recibido ninguna disculpa, sin que su violación tuviera ninguna consecuencia legal y sin que los culpables hubieran reconocido públicamente lo que le hicieron.
Un año después de la condena masiva a la decisión de Bertolucci y Brando, en octubre de 2017, el Me Too empezó a cortar cabezas en Hollywood. El movimiento nació para denunciar la agresión y el acoso sexual en la industria a raíz de las acusaciones de abuso sexual contra el productor de cine Harvey Weinstein, que acabó siendo condenado a 23 años de cárcel en 2020, y se consolidó como un espacio de curas donde mujeres de todo el mundo y todos los sectores se atrevieron a hacer públicas sus propias experiencias de tocamientos, maltratos, agresiones, abusos y violaciones. La reproducción cruel y sistemática de la violencia de género: el sufrimiento de una mujer violada en directo cuarenta años antes no había servido de nada.
La cultura de la violación en el cine
El caso de Maria Schneider en la película de Bertolucci es un ejemplo de cómo la industria cinematográfica ha acudido a este tipo de escenas para explicar una lamentable realidad, mostrando abusos sexuales mayoritariamente infligidos a personajes femeninos, pero también dando rienda suelta a comportamientos que atentan contra la igualdad y la integridad de las mujeres. No hablamos solo de violaciones o palizas: también de humillaciones, sentencias morales, estereotipos rancios o frases androcentristas que desdibujan la libre elección de las mujeres. Porque una cosa es mostrar un hecho, o denunciarlo, y la otra es naturalizarlo con el único fin de generar morbo. No podemos negar que, desde los 60 a la actualidad, se vienen repitiendo en las películas unos patrones que normalizan y legitiman la cultura de la violación. Y tampoco podemos olvidar que el cine es uno de los catalizadores culturales más potentes del mundo —más ahora con la democratización de las plataformas de contenidos—; es decir, que las historias que cuenta y, sobre todo, cómo las cuenta, tienen un impacto directo en el público.
Las películas que mejor perpetran la cultura de la violación no son las películas sobre violaciones o abusos sexuales, sino aquellas que reafirman y consolidan muchas actitudes sociales y machistas que siguen gobernando las calles
Películas como Frenesí (1972) de Alfred Hitchcock, por ejemplo, en la que Robert (Barry Foster) empieza a acorralar a Brenda (Barbara Leigh-Hunt), y aunque ella intenta llamar a la policía, ofrecerle dinero y marcharse, él la retiene, hasta el punto que Brenda llega a no oponer resistencia ante el depravador; o la adaptación cinéfila de la Lolita (1997) de Vladimir Nabokov, en la que Adrian Lyne tuvo la insensatez de romantizar e hipersexualizar a una niña de 15 años que era víctima de pedofilia; o Irreversible (2002) de Gaspar Noé, que muestra 9 minutos de una violación y que explotó la escena como hilo marketiniano, siendo duramente criticado por banalizar ese abuso en pro de la expectativa promocional.
Pero, curiosamente, las películas que mejor perpetran la cultura de la violación no son las películas sobre violaciones o abusos sexuales, sino aquellas que reafirman y consolidan muchas actitudes sociales y machistas que siguen gobernando las calles, como apelar a la embriaguez de una mujer para acostarse con ella, mostrar la falta de consentimiento como algo divertido o anecdótico o separar las rutinas entre cosas de hombres y cosas de mujeres. La cultura de la violación está en las películas Disney que esperan al príncipe azul o en Danny Suko metiéndole mano a Sandy aunque ella le pide que pare. La revisión de los clásicos —y de los no tan clásicos— es fundamental para que la violencia contra las mujeres jamás pase desapercibida.