Viqui Molins i Gomila (Barcelona, 1936) es religiosa Teresiana y activista. Desde muy joven se ha dedicado a las personas en riesgo de exclusión social, a los enfermos, a los drogodependientes y a los pobres. Para poder llevar a cabo su vocación, hizo vida en el Raval durante casi cuarenta años, pero el año 2022, por motivos de salud, se tuvo que ir. Ahora vive a Gracia, pero todavía se dedica al Hospital de Campaña de Santa Anna, una parroquia en el centro de la ciudad que alimenta y atiende a centenares de sin techo, y también en los "pisos de oportunidades", una iniciativa para acoger a jóvenes migrantes sin papeles. A sus ochenta y ocho años, parece que ni la energía ni la fe se le acaban. A principios de año anunció la Fundación Viqui Molins con la intención de que su tarea pueda seguir cuándo ella ya no esté. Nos encontramos en el claustro de Santa Anna a la hora de comer, que está lleno hasta los topes de usuarios del Hospital de Campaña. Todo el mundo conoce y saluda a Viqui Molins efusivamente, y ella les pregunta por sus situaciones y familias. Para poder charlar con calma, vamos a la capilla del Santísimo desacralizada de la parroquia.

De la Bonanova al Raval. ¿Cómo fue ese vaije?
Nací en una familia muy acomodada y con muchos hermanos. En casa éramos religiosos, sí. Me formé en las Teresianas y, poco a poco, se me fue despertando una llamada, pero era una llamada curiosa. Era una llamada a darme a los otros. Quería dedicarme a los más pobres y entré en la orden Teresianas –la Compañía de Santa Teresa de Jesús-. Aunque empecé dedicándome a la enseñanza, enseguida lo llevé hacia el terreno que se me interesaba. En los años ochenta me empecé a inventar salidas que no existían para llevarme a los estudiantes a las chabolas de la ciudad. Después, un verano fuimos a Angola, y el verano siguiente, a Nicaragua, a hacer voluntariado. Allí tuve una experiencia fuertísima. Cuanto más tiempo pasaba con los más pobres, más me daba cuenta de que mi vocación eran ellos.

Cuanto más tiempo pasaba con los más pobres, más me daba cuenta de que mi vocación eran ellos

Entiendo que hubo un proceso de discernimiento.
Sí, claro. Y el proceso de discernimiento sirve para todo el mundo, ¡eh! Con vocación religiosa o sin. Uno siempre tiene que estirar el hilo de sus anhelos interiores. En mi caso, pensé que me iría bien ir a una casa de ejercicios espirituales en Asturias, después de estar en Nicaragua, para ver por dónde iba la cosa. Hice los ejercicios de san Ignasi de Loyola, que son muy potentes. Allí vi con una nitidez absoluta que Dios me pedía estar con los más marginados. Escribí a la superiora y a la provincial y les pedí si, en Barcelona mismo, podían buscarme una opción para estar con aquellos que la sociedad deja en los márgenes.

Y raíz de eso le dicen "la monja de la calle".
Sí. A raiz de eso fundamos una casa en el Raval a mediados de los años ochenta. La Barcelona del Raval de entonces era una Barcelona de degradación. Yo no quería ser la monja de cualquier calle, quería ser la monja de aquellas calles, de aquel mundo que quedaba fuera de mi comodidad. Fuera de lo que hasta entonces había sido mi vida normal, acomodada, había una calle llena de angustias y de pobreza. Lo primero que hice fue estar en un piso de acogida de enfermos de sida, de la obra social de sor Genoveva Masip. Después fundamos pisos y espacios para jóvenes sin estudios, con unas cuantas hermanas nuestras más. Esta ha sido mi vida, pero el año 2022 tuve que irme del Raval por cosas de salud. Ya lo ves: la voluntad de Dios se manifiesta con los acontecimientos.

Viqui Molins en el claustro de Santa Anna / Foto: Irene Vilà Capafons

¿Fue así como surgió la iniciativa del Hospital de Campaña?
De hecho, sí. En la parroquia de Santa Anna había Peio Sánchez, mosén que es especialista en cine espiritual. Nos conocemos porque a mí también me gusta mucho el cine espiritual. Él ya veía que la parroquia de Santa Anna estaba muy desperdiciada, rasgo común en la mayoría de parroquias que están en el centro de las ciudades. Como no hay tejido de barrio en el centro de las grandes capitales, tampoco hay comunidad de feligreses. Había bodas y había bautizos, si tú quieres, pero no había una comunidad de fieles lo bastante arraigada. En el centro de Barcelona, el contexto es el de una marginación social brutal. Hay gente a quien, efectivamente, hemos dejado en el margen. Esta reflexión de mosén Peio coincidió con una ola de frío brutal durante el invierno del diecisiete, y me llamó. En aquellas circunstancias objetivamente malas, vio una oportunidad para darse a los otros, para ayudar a la gente: teníamos que abrir las puertas de la iglesia a la gente que dormía en la calle. Tiramos del boca a oreja, conseguimos unos cuantos colchones que pusimos en la sala capitular e improvisamos un dormitorio para cincuenta personas. Un carpintero nos arregló los bancos para que se desplegaran como una cama. Me gusta decir que todo eso empezó como un caos carismático, pero como un caos. La gracia es que es precisamente así como empiezan las cosas de Dios.

¿Y la administración no intercedió?
Sí, claro. Al día siguiente vinieron de Cáritas, del Ayuntamiento y de la Generalitat, a decirnos que en Santa Anna no teníamos las condiciones para que fuera un dormitorio para los sin techo. Y tenían razón, por supuesto, ¿pero qué condiciones tenían en la calle todos aquellos sin techo? Nos dijeron que toda aquella gente no se podía quedar a dormir en la parroquia, pero nosotros ya la teníamos llena. Desde la Edad Media, sin embargo, las iglesias tienen derecho de asilo. Como la parroquia ya estaba llena, no podían entrar y no echarnos. Aprovechamos la situación para asegurarnos que la Generalitat y el Ayuntamiento garantizara alojamiento a cada una de las personas que dormía en Santa Anna cuando saliera de la parroquia. Las cincuenta y seis personas que habían dormido durante aquella ola de frío salieron con un lugar donde dormir.

La Barcelona del Raval de entonces era una Barcelona de degradación. Yo no quería ser la monja de cualquier calle, quería ser la monja de aquellas calles, de aquel mundo que quedaba fuera de mi comodidad

¿Y cómo pasasteis de aquella ola de frío en el Hospital de Campaña tal como es hoy?
Todo aquello sirvió para intuir la cantidad de gente que había en la calle. Unos años antes, dirigiéndose al público del Congreso Internacional sobre las Grandes Ciudades celebrado en Barcelona, el Papa Francisco había dicho que: "La ciudad, junto con la multiplicidad de ofertas preciosas para la vida, tiene una realidad que no se puede esconder y que en muchas ciudades es cada vez más evidente: los pobres, los excluidos, los descartados. Hoy podemos hablar de descartados. La Iglesia no puede ignorar su clamor, ni entrar en el juego de los sistemas injustos, mezquinos e interesados que buscan hacerlos invisibles". Habiendo visto cómo había respondido todo el mundo durante aquella ola de frío, decidimos organizarnos de una manera más sólida, más definitiva. Cambiamos el Santísimo de lugar para aprovechar bien el espacio sin profanarlo y al principio solo acogíamos gente en este nuevo espacio, durante un año o dos. Hoy ofrecemos tres comidas al día a más de doscientas personas la comida. Contamos con más de trescientos voluntarios, entre una cosa y la otra. Al principio podía recibir asistencia todo el mundo, pero ahora tenemos un trabajador social que nos ayuda a hacer un poco de cribado para asegurarnos que la persona que lo solicita, lo necesita. En general, suele ser así.

También está involucrada en los denominados "pisos de oportunidades".
Durante la pandemia vimos que nos teníamos que quedar en casa, pero que había mucha gente que no tenía casa y que se tenía que quedar en la parroquia de Santa Anna. Hay chicos muy jóvenes, menores no acompañados que al llegar a la mayoría de edad se quedan en la calle. Estos chicos se quedan con nosotros en estos pisos durante dos años, hasta que tienen papeles, y les ofrecemos un horario y una rutina normal. Todo eso empezó porque una persona anónima que todavía no sabemos quién fue, dio un millón de euros para que compráramos los inmuebles. Y fue entonces cuando entendimos la necesidad de crear la Fundación Viqui Molins, para que toda esta tarea pueda seguir el día que yo no esté.

Viqui Molins, la "monja del calle" / Foto: Irene Vilà Capafons

¿Nuestra sociedad se mira la pobreza de reojo?
No sé exactamente qué decir, de esto. Yo conozco y veo muchas instituciones que se dedican, pero a veces me fío más de la providencia que de las subvenciones de la Generalitat. También es cierto que, por ejemplo, dentro de la Iglesia no todas las parroquias tienen unas condiciones como las que tiene la nuestra. Pero en general, en Catalunya, hay mucho asociacionismo. A nosotros la comida que servimos en el Hospital de Campaña, que es bueno y equilibrado, nos lo da una empresa. Una cosa no saca la otra, supongo. Hay mucha gente que ve a los sin techo en la calle y se los mira como si formaran parte del decorado, como si no fueran personas. Pero también hay mucha buena voluntad, muchísima gente que ayuda.

La gente ayuda, y eso está muy bien. ¿Pero la administración hace todo lo que puede hacer?
No, podría hacer más cosas. Habiendo visto lo que he visto a lo largo de toda mi trayectoria, me atrevería a decir que hay tres frentes desde donde atacarlo. Uno es el estrictamente político, a la hora de configurar los presupuestos. El otro, y este es uno de los problemas más graves con que nos enfrentamos hoy, es la Ley de Extranjería. Los chicos que atendemos en los pisos de oportunidades son chicos que tienen que estar obligatoriamente dos años sin papeles. Y el último es el problema de la vivienda. Aquí mismo, en el Hospital de Campaña, atendemos gente que tiene casa, pero que si paga el alquiler no puede pagar la comida. Estamos hablando de gente que tiene que escoger entre tener techo o poder alimentarse. Gente que, de entrada, parecería muy "normal", quiero decir que no encajaría con la imagen que tienen muchos de cómo es una persona necesitada. Hay frentes para atacar, pero requieren unos cambios de base que son lentas de hacer, sobre todo si no hay voluntad.

En el evangelio de Mateo dice: "Tenía hambre, y me disteis de comer; tenía sed, y me disteis de beber; era forastero, y me acogisteis; iba desnudo y me vestisteis (...) En verdad os lo digo: todo aquello que hacíais a uno de estos hermanos míos más pequeños, me lo hacíais a mí". Pero dentro de la Iglesia también hay un perfil de católico –y quizás hace falta que servidora se incluya– muy acomodado, que nunca se acaba de arremangar del todo.
Nadie es perfecto, pero todo el mundo tiene potencial para darse, y eso lo tenemos que entender. No hace falta que todo el mundo lo haga de la misma manera, pero todo el mundo tiene potencial. Está muy bien hacer adoraciones eucarísticas, por ejemplo, pero si tu vida de oración no te lleva a la apertura a otros horizontes de una manera práctica, si no te lleva a darte y entregarte, quizás te tienes que plantear para qué te sirve. El mandamiento es que nos amemos como Él nos ha amado, no que amemos solo a los que son como nosotros. Que amemos, pues, también a los que a veces nos viene menos de gusto amar. El mismo evangelio de Mateo (19, 21) también dice: "Si quieres ser perfecto, ve, vende todo lo que tienes y dalo a los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo. Después ven y sígueme". Nuestra perfección depende de cómo nos damos.

Hay muchísima gente generosa y voluntariosa que no cree Dios.
Ubi caritas et amor, Deus ibi est. Donde hay caridad y hay amor, está Dios. Como no sabemos nunca del todo cuáles son las intenciones de los otros –si paga muchos impuestos porque quiere o porque lo obligan, si da su tiempo para quedar bien, etc–, si lo hace para ayudar a los otros está Dios, aunque no crea. Todo lo que se hace por amor está bien hecho, aunque a veces nos equivocamos o nos precipitamos. Dios ve de qué rincón de corazón sale lo que hacemos, incluso de qué rincón de corazón sale el bien que hacen los que no creen.

Durante estos años he vivido cosas durísimas y maravillosas al lado de mucha gente a quien muchos no se acercarían nunca

Usted ha visto muchas cosas, algunas muy duras de ver. ¿Cómo lo ha hecho para no renunciar al optimismo?
Aquí sí que tengo que responder que mi optimismo viene de Dios, y mi energía, también. Todos tenemos momentos negros en la vida. En los momentos más oscuros, lo único que me ha servido es Dios. Cuando estás ante el mal, cuando entiendes la crudeza de la vida, también ves con más clarividencia cuáles son las cosas que te salvan. En mi caso son la fe en Dios y el sentido del humor. Cuando he sufrido mucho, cuando he entendido que había cosas que no dependían de mi esfuerzo ni de mi ayuda, o cuando no he podido o sabido ayudar lo bastante, la plegaria siempre ha sido un pilar sólido. Los lunes por la mañana hacemos una plegaria e invitamos a algunos de los que tenemos acogidos en la parroquia. No vienen muchos, quizás una decena como mucho. Son todos gente de la calle. Hay una cita de Sant Pau a Timoteo que a mí me gusta mucho, dice: "Sé de quién me he fiado". Pues bien, la dije en la oración de los lunes, y una de las personas que acogemos contestó: "Señor, no te conozco, pero desde ahora quiero confiar". A mí el optimismo que me salva me lo da eso: viene de Dios y de la energía que me da poder vivir para los otros. Recuerdo que mi padre me decía que si diéramos gracias por todo lo que nos viene de Dios, no tendríamos tiempo para quejarnos.

Viqui Molins, toda una vida dedicada a las personas con riesgo de exclusión social / Foto: Irene Vilà Capafons

Habla con mucha perspectiva de su vida. ¿Qué es lo más valioso que ha sacado, de todo esto?
Bien, hablo con perspectiva porque tengo ochenta y ocho años. Los años que recuerdo con más estima son los años del sida y de la droga dura. En mis brazos murieron, en total, veintiún chicos. Conservo un pequeño cofre con tarjetas donde hay los nombres y las fechas de nacimiento y de muerte de todos ellos. Lo guardo como un tesoro y me acuerdo a menudo. De todos ellos Dios esperaba el abrazo. Durante estos años he vivido cosas durísimas y maravillosas al lado de mucha gente a quien muchos no se acercarían nunca. Los marginados me han dado una vida por la cual solo puedo dar gracias a Dios. Por eso hicimos la Fundación Viqui Molins, de hecho. Para que cuando me muera yo, todo eso pueda continuar. Me hizo pensar en una cosa que me dijo sor Genoveva antes de morir: "¿Cuando yo me muera, seguirás con los nuestros?". Con los nuestros. No dijo ni a los pobres, ni a los marginados. Pues cuando yo me muera, la Fundación Viqui Molins seguirá con los nuestros.

¿Y cómo le gustaría morir?
Me gustaría morirme en la calle, trabajando. Al hermano Adrià se lo encontraron muerto en la calle y se pensaban que era un mendigo. Me quiero morir en medio de la actividad, que es como he vivido. Con los nuestros.