Uno de los mejores cuentos de Voltaire (1694–1778) es la Historia de Jenni o el sabio y el ateo, escrito poco antes de morir, en 1775. La peripecia que se nos cuenta acontece en la torturada Barcelona de los asedios, concretamente durante el anterior al de 1714, el de 1705, del todo inverso y paradójico. Los de dentro de la ciudad son entonces los borbónicos ahí encumbrados y los que quieren tomarla son austracistas y patriotas catalanes. Las tropas del Archiduque asaltan Montjuïc y acaban derrotando a los enemigos, pero el príncipe Jorge de Darmstadt, el líder más querido de los barceloneses, cae muerto. Es un momento triunfante para Catalunya y Voltaire se felicita y sonríe. No es la primera vez que demuestra viviente simpatía por los nuestros. En el libro El siglo de Luis XIV (1751) nos ha dedicado elogios eficaces y despiertos (“los catalanes, nación belicosa y obstinada”; “Catalunya es uno de los países más fértiles de la tierra... Catalunya, puede salirse con la suya sin contar con el universo, pero sus vecinos no pueden vivir sin Cataluña”).
Y es que cuando era joven el escritor trabajó como secretario del embajador francés en Holanda, donde se entusiasma por la guerra de los catalanes, por los diminutos y heroicos luchadores de la libertad frente a la codicia de Francia. Es desde esta amistosa perspectiva que Voltaire no se priva, sin embargo, de criticar la obsesión enfermiza de los catalanes por la religión. Y es que por la Rambla, por las tabernas de la Ribera, empiezan a convivir, a dialogar, los soldados ingleses expedicionarios con los nativos. Todos fanáticamente católicos, apostólicos y romanos, todos involucionistas y sectarios, idénticos los del bando de los botiflers como los irreductibles. Aunque Voltaire admira a aquellos catalanes desbocados, a aquellos insurrectos que corren en pos del “fantasma de la libertad”, constata que la religión les ha empañado las entendederas. Por toda Barcelona, a cada paso, se ven sacerdotes y monjes “como si se tratara de una guerra de religión”. Catalunya sueña con que podrá ser algún día una república burguesa como Holanda pero tiene las piernas demasiado cortas por la constante manipulación del clero, por la locura colectiva en la que se transforma cualquier guerra. Cuando un soldado inglés trata de dialogar sobre religión constata que está rodeado de pocos santos y de demasiado locos. Los argumentos de los creyentes son lapidarios, pero ridículos porque no saben pensar. “En la Royal Society no se razona así” les dice, en referencia a la institución científica, hoy la más antigua del planeta.
Voltaire sabe perfectamente que, al fin y al cabo, las cosas son como son y no como nos gustarían que fueran. De joven había dedicado grandes esfuerzos a impresionar al personal, a escribir grandes obras sabias como La Henriade, Mérope o Zaïre. Pero se ha acabado rindiendo a la evidencia, los cuentos inofensivos, las narraciones que parecen intrascendentes, tienen el favor del público. Los lectores siempre preferirán buscar la inteligencia de Swift en Los viajes de Gulliver que la inteligencia de Descartes en el Discurso del método. Cuando ya es mayor, en 1759, es cuando Voltaire escribe el Cándido, la novelita que le hace famoso en toda Europa porque se burla del absurdo optimismo del filósofo Leibniz. Efectivamente, Voltaire es otro tipo de filósofo. Hasta el punto de encarnar lo que será, a partir de entonces, el auténtico filósofo, el escritor engagé que influye en la opinión pública. El periodista auténtico, el periodista moderno. Voltaire, como todos los grandes escritores, es también un perfecto farsante, un gran mentiroso, dice que le molestaría mucho pasar a la historia como el autor de Zadig, pero lo cierto es que sabe que él pasará a la inmortalidad, mientras que la resto de sus contemporáneos quedarán a menudo en el olvido. También desprecia públicamente El ingenuo, su otra obrita maestra de la narrativa popular. Todas estas obras las considera “mes coÿonades”, pero no para de escribirlas.
Voltaire es el gran sociólogo, psicólogo, escritor incomparable, el gran pícaro, el irreverente, el sabio completo y atento, vivo como el hambre. Es el primero que nos explicará en qué consiste el periodismo. Por supuesto que el periodismo no está hecho de noticias, ni de actualidad, sino de interés. El periodismo no se ocupa de lo que ocurre, ni de lo que está pasando, sino de lo que interesa. Y lo que interesa, amigos, al fin y al cabo, lo determina siempre el buen periodista. El periodista es quien debe seducir al público y llevarlo de la mano. Adaptándose siempre a sus gustos y prejuicios. Al menos al principio. Poniéndose siempre en el sitio del lector y sirviéndole con respeto, sin abusar de él. En una deliciosa carta de Voltaire a Jean Le Rond D’Alembert, de 1766, expresa nítidamente su opinión: “Con veinte volúmenes nunca harán la revolución; son los libritos de bolsillo que cuestan 30 sueldos los que son temibles. Si el Evangelio hubiera costado 1.200 sestercios, el cristianismo no habría triunfado”.