"Nadie sabe el mal que es capaz de hacer hasta que no ha procurado fervorosamente hacer el bien. Se ha extendido la absurda idea de que la gente buena no sabe lo que significa la tentación. Esto es, evidentemente, mentira. Solo aquellos que intentan resistirse a la tentación saben cuán fuerte puede llegar a ser. Al fin y al cabo, uno conoce la fuerza del ejército alemán cuando se enfrenta a él, no cuando se rinde (...). Un hombre que se rinde a la tentación a los cinco minutos aún no sabe cuán fuerte habría sido al cabo de una hora", escribía C.S. Lewis. Todo apunta a que Iris Murdoch conoció la tentación y el mal, y que por ello pudo escribir y tratar la condición humana con la profundidad y la sensibilidad con las que lo hace en La Campana (Edicions 1984).
Parece que los protagonistas de esta novela, traducida con delicadeza por Jaume C. Pons Alorda, parten de la idea de que uno mismo, huyendo del mundo, puede huir de su inclinación al pecado. Que, pasando por Imber Court —una comunidad laica anglicana situada junto a un convento de clausura benedictino—, se puede tratar la condición humana como una enfermedad, como algo que se puede curar. Pero no hay constancia de que nadie —ni el ermitaño, ni la monja de clausura— haya podido huir jamás de sí mismo. No existe un lugar donde las tentaciones —de cualquier tipo— no existan. El mal está dentro de nosotros, y para entenderlo —para entendernos— debemos mirarlo de frente, resistiendo las ganas de huir."
El mal está dentro de nosotros, y para entenderlo —para entendernos— debemos mirarlo de frente, resistiendo las ganas de huir
La Campana: un espejo del alma humana
Cada vez que me he sentado en el banco que queda justo al lado del confesionario y he visto pasar una hilera de gente a charlar con el mosén de turno, he pensado que me parecía increíble que, después de estar como mínimo una hora al día escuchando las miserias de la gente, aquel señor con clergyman pudiera conservar una sola migaja de esperanza en su cuerpo. También he pensado que debe de haber poca gente con un conocimiento tan vasto de la condición humana como el de aquellos que se dedican a escuchar. Un cura, un psicólogo, los escribientes de las Ramblas.
Iris Murdoch escribe como quien ha tenido acceso a este tipo de conocimiento. Cada uno de los personajes de La Campana tiene una relación diferente, única y maravillosamente verosímil con sus errores, sus taras –o aquello que piensan que lo son– y la conciencia de sus errores y sus taras. Cada uno de los personajes está construido como si Murdoch hubiera pasado toda una tarde sentada en el confesionario o en las casetas de los copiadores de cartas oyendo a Dora, Michael, Paul, Toby, Nick o Catherine explicar cómo se ven, qué les incomoda de sí mismos, qué les interesaría perfeccionar, cuáles son los pecados de los que no se pueden librar. Cada uno de los personajes está construido desde el conocimiento de quien conoce bien la tentación.
Cada uno de los personajes de La Campana tiene una relación diferente, única y maravillosamente verosímil con sus errores
La novela de Murdoch orbita alrededor del misterio: una campana que lleva siglos dormida en el fondo del lago, una leyenda de deseo y muerte, una maldición. El misterio se va esclareciendo a medida que los personajes, individualmente, van deshaciéndose de la bruma que los separa de su llamada. O que les impide cumplir con aquello que han asumido como su vocación. A medida que se familiarizan con ella –o que se familiarizan aún más– el misterio tiende a disiparse. Escribe el sacerdote francés Jacques Philippe en Llamados a la vida que “las llamadas nos llegan a través de acciones, del ejemplo de personas que nos emocionan, de deseos que nacen en nuestro corazón (...)”.

Cubierta de La campana de Iris Murdoch
"Tienen su origen profundo en Dios, que quiere conducirnos con ternura por los caminos de la existencia y que interviene sin tregua, con mucha discreción, de una manera a menudo imperceptible pero eficaz". Murdoch explora como nadie –vaya, servidora nunca había leído a nadie hacerlo con tanto ingenio y perspicacia– la literalidad de aquello que decimos cuando afirmamos que el hábito no hace al monje. Y la luz que se derrama sobre la culpa –también en aquellos que apenas la descubren– cuando, habiendo percibido una llamada, habiendo sido conscientes de la presencia de Dios en los acontecimientos del camino que recorren, no han podido librarse de una inclinación al mal que, como a todos, los acompañará para siempre.
La Campana incita a tratarse con honestidad los males y, al mismo tiempo, de no tirar la toalla
En Imber Court, el lugar donde parece que los personajes han ido a huir de sus historias y sus errores, Dios se hace presente discretamente en los vínculos que construyen unos con otros para asegurarse de que nada quede sin resolver y que, haciéndolo mejor o peor, todos puedan marcharse habiéndose mirado en el espejo con una conciencia renovada. Cuando pensamos que ya sabemos quiénes somos, que ya sabemos cómo tratarnos y, lo más importante, cuando creemos que podemos gobernarnos completamente y con diligencia sin flaquear, Dios nos ofrece una nueva enseñanza. De entre el abanico tan trabajado de personalidades y relaciones con la culpa, con los llamados y con Dios en La Campana, hay una que se encarga de elevar la historia y convertirla en una panorámica del alma humana vista desde todos los ángulos: la abadesa de Imber. "Dios siempre nos puede mostrar, si de veras lo queremos, un camino más alto y mejor, y solo podemos aprender a amar amando. Recuerda que todos nuestros fracasos son, en última instancia, fracasos amorosos. No hay que condenar ni rechazar el amor imperfecto, hay que perfeccionarlo. El camino siempre va hacia adelante, nunca hacia atrás". La Campana incita a tratarse con honestidad los males y, al mismo tiempo, de no tirar la toalla.