El 18 de abril de 1945, Rosenheim sufrió el bombardeo más cruento de su historia. Faltaban pocos días para la rendición incondicional del Tercer Reich, cuando la aviación aliada decidió lanzar más de un millar de obuses sobre este municipio bávaro de menos de 30.000 habitantes. La operación, que a ojos de cualquiera podría parecer del todo inútil, tuvo, en cambio, un efecto determinante en la vida de un niño de tres años. Werner Herzog, entonces residente en las montañas del sur alemán, pudo contemplar "una inmensa brasa que dibujaba en el cielo nocturno el pulso espantoso del fin del mundo", una imagen lo bastante potente para hacerle entender que, fuera del valle del río Prien, se abría un mundo incógnito, "peligroso y fantasmagórico", un mundo que, sin embargo, no asustó a nuestro protagonista, sino que, en cierta manera, contribuyó a "despertar [su] curiosidad".

Esta curiosidad, que lo ha acompañado durante toda su vida, es el elemento que une las historias aparentemente dispersas que conforman el grosor de Cadascú a la seva i Déu contra tothom, la autobiografía del cineasta alemán que L'Altra Editorial ha tenido a bien de publicar en nuestra lengua. Solo a través de ella se puede trazar un hilo conductor que ligue al Dalai Lama con Jean-Bédel Bokassa, a Gorbachov con Ed Gein, a Lope de Aguirre con Kaspar Hauser. Todos estos personajes, del más execrable al más honesto, tienen en común el hecho de haber sido objeto de la curiosidad de Herzog, un hombre que, si alguna virtud tiene, es la de no haber perdido nunca la capacidad de sorprenderse. Decía Albert Pla que Maradona le interesaba más como drogadicto que como futbolista; pues bien, a mí el creador de Grizzly Man me parece más importante como víctima de estupor que como director de cine.

Es eso lo que convierte este libro, traducido eficazmente por Ramon Monton, en una de sus mejores creaciones. En 352 páginas que tienen más que ver con el relato oral que con el (a menudo previsible) género memorialístico, Herzog nos guía por un universo fascinante habitado por personajes excéntricos que van desde su padre ausente, un nazi con afición por el nudismo y la esgrima, al insufrible Klaus Kinski, rostro icónico de sus películas más conocidas. Por el camino nos encontramos con militares romanos, leñadores forzudos, productores arruinados, gemelas esquizofrénicas y astronautas que saben ordeñar vacas, todo orbitando en torno a un hombre que, a pesar de afirmar que no disfruta mirándose el ombligo, es tanto o más interesante que los personajes de sus películas.

Decía Albert Pla que Maradona le interesaba más como drogadicto que como futbolista, a mí el creador de Grizzly Man me parece más importante como víctima de estupor que como director de cine

Herzog, que, después de andar hasta la frontera albanesa inspirado por un despertar religioso adolescente, empezó su carrera cinematográfica con una cámara robada, lleva sesenta años en busca de imágenes universales, representaciones visuales de una verdad que todos llevamos dentro nuestro y que nos apelan sea cuál sea nuestro origen o contexto histórico. Afirma que lo entendió después de filmar la cueva de Chauvet, descubierta en 1994, donde encontró pinturas rupestres con motivos similares a los de los poemas medievales islandeses y a los de los cuadros taurinos de Picasso. Tenga o no tenga razón, la búsqueda ha dado resultados destacables, como la mítica escena de Fitzcarraldo en que el personaje interpretado por Kinski consigue hacer pasar un barco de 300 toneladas por encima de una montaña. "Sé que es una gran metáfora", nos explica, "pero no puedo decir de qué".

Foto: EFE

La ausencia de respuestas, una constante que se repite durante todo el libro, sirve al autor para aproximarse a uno de sus temas preferidos, el de los misterios irresolubles. De eso encontramos un gran ejemplo en los fragmentos que dedica a hablarnos de las inscripciones del Disco de Festos, que con su imposibilidad para ser descifradas nos recuerdan "nuestra incapacidad de leer (...) la misteriosa totalidad del mundo". La constatación de este hecho, que para generaciones enteras de nihilistas y cretinos ha sido una justificación para la rendición y el consumo de drogas, se transforma, en el caso de Herzog, en un impulso casi infantil por continuar con su búsqueda ecléctica, que lo ha llevado de la plácida Baviera a la África profunda, de la sede de la NASA a la tierra de los Uru Eus, uno de los últimos grupos indígenas amazónicos al establecer contacto con el mundo moderno. Todo con el objetivo de poder seguir fascinándose de la misma manera en que lo hizo aquel lejano abril de 1945.

Anécdotas curiosas aparte, Cadascú a la seva i Déu contra tothom no es otra cosa que un manual para recordar la innata capacidad que todos tenemos por sorprendernos

La búsqueda perpetua del director alemán, dotada de ecos de espiritualidad anómala que lo emparientan con figuras como la de Franco Battiato o Joan Miquel Oliver, se transforma, gracias a este libro, en una especie de invitación que cualquier lector con un mínimo de interés por los misterios de nuestro planeta sabrá entender y hacer suya. Porque, anécdotas curiosas aparte, Cadascú a la seva i Déu contra tothom no es otra cosa que un manual para recordar la innata capacidad que todos tenemos para sorprendernos. Al acabar su lectura, lo primero que hice fue compartir con mi padre el fragmento en que Herzog nos explica la fascinación que el boxeador Mike Tyson siente por Pipí el Breve y la dinastía merovingia, a quien este personaje puso punto final con el corte de pelo más humillante de la historia de Francia. "El mundo es maravilloso", me dijo, y tuve que darle la razón.