"¿Esto he escrito yo?", decía Julian Barnes el jueves pasado en el CCCB. Había vuelto a Barcelona a petición del artista sudafricano William Kentridge, que reconoce que Barcelona ya es su casa. En este caso, estaba ahí para presentar Oh to Believe to Another World, la película pensada para la Sinfonía nº. 10 de Dmitri Dmítrievich Shostakóvich Shostakóvich, y visualizar diez minutos. Y la conversación fue en torno a este compositor soviético, moderada por Judit Carrera, que pocas horas antes había sido confirmada por cinco años más como directora del centro. El objetivo de Carrera era encontrar los espacios comunes entre Barnes y Kentridge, y estos no son tan obvios como podrían parecer. Primero de todo, porque Barnes mostró un cierto desinterés por recordar la novela que había escrito sobre Shostakóvich y rehusó la mayoría de preguntas que citaban fragmentos del libro. O no lo recordaba o no creía haber escrito aquello.
Cuando pasaba esto, con total elegancia británica, Barnes cruzaba las piernas y nos enseñaba unos calcetines preciosos, largos y finos, que alternaban el negro y el blanco; como un paso de cebra. Una combinación perfecta para su traje gris. El novelista británico solo tenía ganas de hablarnos de anécdotas, de imágenes que le habían impactado. Nos regaló un par de ideas curiosas. Evidentemente, de Shostakóvich hablamos poco, pero de la URSS y del imaginario estalinista hablamos un poco más. Los miedos de Stalin fueron uno de los temas: ¿por qué no ordenó matar a Shostakóvich, cuando este se convirtió en uno de los principales enemigos del dictador? Las contradicciones y miedos del adversario, así como la política de potencias, se subrayaron, pero sin aportar ninguna respuesta. Barnes insistía en que se intentó meter en la cabeza de Shostakóvich, pero tampoco quería hacer pedagogía ni demasiada moralidad de cómo era, por eso se permitió terreno para la fabulación.
A Barnes le funcionan las imágenes. Se quedó fascinado con un libro de Ismaíl Kadaré traducido al castellano por Alianza: Tres minutos, sobre el misterio de la llamada de Stalin a Pasternak. El ejercicio de complementar, de fabular aquello que nadie puede saber porque no hemos estado ahí, en este libro queda muy bien resuelto. Kadaré recoge todos los posibles choques entre estos dos, cuando representa que el segundo fue fiel a Stalin, y sobre todo en la escena de la gran llamada en la cual Stalin ordenó detener a Óssip Mandelstam (poeta que encontraréis traducido en Edicions de 1984). La especulación de este libro, las tres posibilidades, son una solución de reconstrucción histórica fantástica. Nos quedó pendiente, sin embargo, saber qué quería hacer realmente cuando Barnes se acercó a Shostakóvich. Dio un par de respuestas de por qué él, pero Barnes no nos complació con ninguna de ellas. ¿Para hablar de la URSS? ¿Hablar de los enemigos? ¿Del miedo? ¿De la tiranía?
Kentridge, en cambio, supo colocarse y centrar la conversación en el filme que venía a presentar. Antes de empezar, esperó a los centenares de personas que llenaron el auditorio del CCCB en el patio exterior. Como si fuera un visitante más y como si aquello no fuera con él. Una vez en el escenario, el micrófono le jugó alguna jugarreta, y una vez resuelto, se acomodó, abriendo las piernas, autopreguntándose y autorrespondiéndose. De lo poco que vimos, identificamos las técnicas de collage, así como el desarrollo poco lógico de la trama. Con cartelas con textos, que recordaban a las películas mudas, observamos imágenes grabadas en estudio y acompañadas de dibujos aplicados a posteriori.
Nos quedamos con una pizca más de ganas de saber por qué Shostakóvich y por qué ahora. Pero por muchas veces que lo pidió Judit Carrera, nuestros invitados no parecían tener una respuesta clara. Kentridge sí que nos expuso motivos estéticos que lo habían conducido. Como el compositor aparece, cuando él era jovencito, como uno de los nombres del momento, como un héroe y a la vez un referente censurado en Sudáfrica. Prohibiciones como las que también sufrió un poeta que está muy presente en la última proyección de Kentridge, Vladímir Mayakovski. La conversación acabó con la defensa de una cierta idea de modernismo y fauvismo.
El caso es que el acto fue multitudinario, y los modernos de Barcelona cumplieron su cupón de intelectualidad. De la conexión Liceu-CCCB solo esperamos ver más fichajes de escala mundial. Pronto veremos a Kentridge hablar catalán, y se sumará a nombres como Colm Tóibín, que son la puerta en el mundo del CCCB. En algún momento alguien quizás se creyó que un centro de cultura contemporánea era diferente de un museo, pero no. Si tú quieres hacer venir a Picassos, primero tendrás que tener alguno para poder hacer venir a otros. Con las personalidades del momento pasa lo mismo. Tienes que bautizar a algunos y hacértelos tuyos para después hacer venir a muchos otros. Por eso el CCCB dirigido por Carrera, hoy en día, ha llevado a los grandes nombres del pensamiento y la literatura. Y remarco a los grandes, porque ha llevado, sobre todo, a los más populares: los que movilizan masas. Y eso lo ha combinado con grandes especialistas de su ámbito, siempre gritando a las organizaciones especializadas y coordinándose con el sector. El CCCB es un transatlántico como pocos. Y el resto de equipamientos de la ciudad tendrían que reflejarse con él: no robándole al público copiando los mismos actos, sino encontrando una fórmula que convoque y conecte con Europa. Eso que parece tan fácil, parece que cuesta de entender.