Tuve la ocasión de charlar con László Nemes cuando el Festival de San Sebastián presentó El hijo de Saúl (2015). Y el cineasta húngaro dejaba una reflexión que ahora que compite en los Oscars 2024 es pertinente recordar: “Las películas sobre el Holocausto se han convertido en un género en sí mismas. Se basan en unos códigos en los que todo lo imaginario, el punto de vista externo, está en función de historias a gran escala que suelen acabar en la supervivencia. Y todo eso es una mentira. El Holocausto era sinónimo de muerte. Estas películas, un 99 por ciento de la mirada del cine al tema, dan al espectador una sensación de seguridad. Cuentan demasiado, y enseñan demasiado, ponen el foco en la gran historia, y yo creo que debemos ponerlo en el individuo, en la persona”.
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En El hijo de Saúl (que podéis encontrar en Filmin y en Movistar+), Nemes hacía una propuesta inmersiva pegando su cámara a un prisionero judío miembro de los Sonderkommando (aquellos a los que los nazis encargaban tareas en las cámaras de gas y los crematorios a cambio de unos días más de vida). No se separaba de él en ningún momento, convirtiendo su mirada en la nuestra, jugando constantemente con el sonido y el fuera de campo, multiplicando la sensación de terror del espectador. Igualmente escalofriante, igualmente impactante, igualmente inmersiva, igualmente situada en aquel templo de las peores atrocidades llamado Auschwitz, llega a las salas La zona de interés, la nueva película del británico Jonathan Glazer, el autor de Birth (2004) y Under the Skin (2013), dos films tan hipnóticos como inclasificables. Ganadora del Gran Premio del Jurado en el Festival de Cannes, La zona de interés es la gran favorita para luchar por el Oscar a Mejor Película internacional con La sociedad de la nieve (es la producción escogida para representar al Reino Unido).
El sonido del horror
Inspirada en la novela homónima de Martin Amis, La zona de interés toma su título de esa superficie de terreno, unos cuarenta kilómetros cuadrados, que rodeaba el campo de exterminio polaco. Es allí, en una casa unifamiliar con jardín y piscina, invernadero y huerto, donde residen Rudolf Höss, su esposa y sus cinco hijos. Y es en aquella vivienda donde Jonathan Glazer planta sus cámaras fijas para explicarnos la cotidianidad de una familia de clase media-alta, orgullosa del acogedor hogar que ha construido, ajena a los muros, las alambradas electrificadas y las enormes chimeneas que no dejan de expulsar un humo que esconde las cenizas de miles y miles de judíos asesinados.
Resulta dantesco ser testigos, casi voyeurs de un insoportable Gran Hermano, del día a día de este matrimonio y sus niños, que conviven sin parpadear con gritos no tan lejanos, con ensordecedores disparos de metralleta, con infinitos ladridos de los perros vigilantes
El dispositivo narrativo planteado por el director de La zona de interés pone los pelos de punta: resulta dantesco ser testigos, casi voyeurs de un insoportable Gran Hermano, del día a día de este matrimonio y sus niños, que conviven sin parpadear con gritos no tan lejanos, con ensordecedores disparos de metralleta, con infinitos ladridos de los perros vigilantes. El público sabe perfectamente qué es lo que ocurre fuera de la pantalla, pero Glazer no se distancia ni por un momento de su objetivo.
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Con una frialdad analítica que estremece, a base de planos fijos y casi siempre lejanos (apenas podemos contar un par de travellings bastante significativos), el cineasta apuesta por un contraste mucho más salvaje que la sangre, las humillaciones, el hambre, las palizas y los asesinatos: la indiferencia de unos vecinos del horror que hacen como si nada. Los desayunos en familia, los baños de sol de la madre mientras las criaturas chapotean en el agua, los paseos en canoa por el río, los cuentos que el padre explica a las niñas antes de que se duerman... El microcosmos de felicidad en medio del MAL, en mayúsculas.
A pocos metros de la barbarie
A ratos, una marciana asociación de ideas lleva a pensar en las rutinas de los Höss como si fueran las de la familia de Don Draper en Mad Men. Casas unifamiliares en barrios residenciales, mujeres que cuidan de la casa y de los niños, y un padre entregado a los quebraderos de cabeza del trabajo, a las reuniones, a promocionarse dentro de la empresa, a ser el mejor en lo suyo. Si Draper era un experto en publicidad, Höss es insuperable cuando se trata de diseñar cámaras de gas y crematorios. En un momento de La zona de interés, el comandante de Auschwitz (que también fue uno de los arquitectos de la maquinaria de matar judíos diseñada por los nazis) recibe la noticia de un traslado a la ciudad, un ascenso que le llevará a ser coordinador responsable de los campos de exterminio de todas partes. Su esposa (interpretada por la magnífica Sandra Hüller, la misma actriz que brilla en Anatomía de una caída) no se toma muy bien la noticia: “Tendrán que sacarme de aquí a rastras, este es nuestro hogar” , le dice, pidiéndole que hable con el mismísimo Hitler, si es necesario, para que les permitan mantener su bonita vivienda, a la que tantos esfuerzos han dedicado. Conflictos domésticos a pocos metros de la barbarie.
Jonathan Glazer retrata sin tapujos aquello que la filósofa judía Hannah Arendt bautizó como la banalidad del Mal
Más allá de determinados, y cuestionables, toques de autoría (la pantalla negra que, justo después de los créditos iniciales, nos incomoda ya de entrada, con la siniestra música experimental de Micah Levi resonándonos en los oídos; el par de escenas rodadas en cámara térmica; los primeros planos de las flores que embellecen el jardín de los protagonistas; el encadenado final entre el ayer y el hoy, con imágenes del actual Museo de Auschwitz), Jonathan Glazer retrata sin tapujos aquello que la filósofa judía Hannah Arendt bautizó como la banalidad del Mal, proponiéndonos una de las experiencias cinematográficas más tremendas, osadas y escalofriantes que somos capaces de recordar.