Un Barça que utilizó dos disfraces en el Vicente Calderón frente al Atlético de Madrid obtuvo una victoria que reconforta su imagen, fortalece su moral y aumenta su cotización en la lucha por el título de Liga. Fue un Barça que ganó desde la resistencia. Con una careta de débil en la primera parte y una de gladiador en la segunda, en la que Rafinha abrió el marcador y Messi, ya sobre el final, deshizo el empate materializado por Godin.

Hay partidos que se pierden y se ganan por testosterona. El del Calderón, el Barça no lo perdió en el primer tiempo porque Ter Stegen fue su mejor baluarte. Pero lo ganó en la segunda por el nervio, la pujanza y la obstinación de sus jugadores que supieron aprovechar el bajón físico que sufrió el Atlético después de una entrega a fondo en los primeros 45 minutos.

Puede que en la primera parte muchas crónicas ya hablaran de lo que el Barça fue y era en ese momento. Probablemente el equipo iba a leer que antes era un equipo que dominaba y que ahora era el dominado en la mayor parte de un partido. Que antes cautivaba y ahora era cautivado; que antes dictaba lecciones de fútbol y ahora las recibía. Que antes hacía de cualquier partido un monólogo y el rival lo escuchaba embelesado, y hoy cualquier adversario lo interrumpía y hasta le chillaba. Que antes era un equipo que hacía propuestas de juego, y hoy no tenía opciones. Y que ahora escogía la única que le daban: patadón en busca del milagro de los tres de delante; que antes el portero blaugrana era el que menos intervenía, y hoy Ter Stegen es el que más se luce, el que evita goleadas mayúsculas, y el protagonista de que el equipo todavía figure en las estadísticas con la mejor posesión de balón.

Que antes el Barça era un equipo que no hacía sufrir a sus aficionados porque él tampoco sufría; se divertía, y hoy, en cambio, recibe un constante castigo que mantiene a su gente con el corazón en vilo y sus jugadores sufren acoso y asfixia.

Que antes en el banquillo se veía a unos suplentes sonrientes, y hoy el equipo tenía el rostro de su entrenador: agrio, con el ceño fruncido, con la cara amargada y hasta con los brazos cruzados. Probablemente todo eso también lo pensaban los aficionados y socios que viven en la nostalgia.

El partido del Calderón fue en líneas generales una continuación del último disputado en el Camp Nou. En el que el Atlético repitió la misma dosis de juego intenso, agresivo, de presión, como si su deseo fuera estrangular el Barça, ganar a los puntos, como en el boxeo, pero demoliendo al rival.

Ante un juego tan punzante, al Barça no le quedó más remedio que rezar y resistir en esa primera parte en la que se pareció más a un equipo débil que a uno que llegó al Calderón con la intención de recuperar la imagen y mantener su candidatura al título de Liga.

La mejoría del Barça en la segunda parte fue notable. Consiguió zafarse del agobio rojiblanco, que notó el esfuerzo de una soberbia primera parte en la que tuvo el triste premio de un empate a cero. Todavía sin Iniesta en su mejor momento, la lucha y el coraje de los jugadores, especialmente de Luis Suárez y Neymar, y la valiosa actuación de Ter Stegen, salvador de varios goles, pusieron al Barça en el partido como le gusta a su gente.

Se pusieron el mono de trabajo, dejaron lo que parecen haber perdido en el vestuario, y obtuvieron un triunfo por lucha, trabajado, metiendo el pie, rascando como rasca el Atlético.

El Madrid ya sabe que este Barça, que algunos han enterrado antes de tiempo, ha resucitado en carnaval. Fue una victoria para comprobar el dominio que tiene este equipo sobre el Atlético de Simeone en competiciones españolas (el técnico argentino no ha ganado un partido al Barça en 20 enfrentamientos) y que Messi goza marcándoles goles a los rojiblancos (21 goles en 21 partidos). Este Barça, sin ser brillante, no está muerto.