"Nos haremos daño". Esta es la frase que Pep Guardiola utilizó en el año 2012 para justificar su adiós del Barça. El técnico de Santpedor, después de exprimir a la plantilla durante cuatro cursos, sabía que para poder sacar adelante el proyecto había que hacer algunos sacrificios. Y estos tenían nombre y apellido: Gerard Piqué, Dani Alves, Cesc Fàbregas y David Villa. Vacas sagradas que se habían acomodado y que, como si se tratara de una clase de instituto, tenían bastante poder para pervertir el comportamiento del resto de la plantilla. Guardiola, profesor estricto pero también bondadoso, decidió que era el momento de dar un paso al lado: incluir a algunos de sus alumnos preferidos en la lista de bajas habría sido demasiado doloroso.
Ocho años después, y aunque la mayor parte de aquellos jugadores ya han dejado el Camp Nou, el Barça afronta el mismo problema intrínseco que provocó el adiós de Guardiola. Casualidad o no, los únicos jugadores que quedan de aquel ciclo ahora son los capitanes: Leo Messi, Sergio Busquets, Piqué y Sergi Roberto.
Una plantilla caprichosa
El problema de ser extremadamente bueno es que te lo acabas creyendo. La temporada 2014-15, después de dos años de letargia bajo las órdenes de Tito Vilanova y el Tata Martino, el Barça volvió a convertirse en un animal hambriento que devoró sin oposición a sus rivales en las tres grandes competiciones. Luis Enrique tensó la cuerda al máximo para recuperar la competitividad de sus hombres y casi lo paga con su cabeza después de Anoeta, pero el premio fue un triplete histórico. Irónicamente, aquella gloriosa final en Berlín fue el inicio del fin.
Los siguientes dos cursos, los goles de la tripleta atacante conformada por Messi, Luis Suárez y Neymar permitieron esconder varios detalles que delataban que los jugadores estaban ganando mucho poder. Demasiado poder. El '10' no era sustituido sin consentimiento previo, el '9' hacía mala cara cuando le tocaba irse al banquillo y el '11' se escapaba extraoficialmente a su país o llevaba a cabo acciones comerciales en pleno partido. Mientras tanto, Marc-André Ter Stegen planteaba un ultimátum al club para expulsar a Claudio Bravo, Jordi Alba se rebelaba por ser suplente y Munir y Sandro, dos apuestas de Luis Enrique, eran sentenciados por el resto de compañeros.
Luis Enrique huyó después de reconocer las señales y su sustituto fue Ernesto Valverde, un entrenador de perfil conciliador y con fama de afable. El pacto prácticamente era vox populi: el técnico hacía concesiones ―más descanso, viajes en día de partido, alineaciones consensuadas― y los jugadores respondían con victorias. Samuel Umtiti, con la rodilla triturada, forzó su renovación haciendo chantaje al club; Javier Mascherano vetó el fichaje de Íñigo Martínez (y después se fue a China) y Piqué, entre partido y partido, se dedicó a organizar una competición mundial de tenis. En Liga la fórmula funcionó a la perfección, algo normal si tienes a Leo Messi en tus filas, pero en la Champions, donde un detalle marca la diferencia, el resultado fue extremadamente decepcionante por partida doble.
Este curso, los detalles han seguido apareciendo como setas: primero, presión colectiva de los pesos pesados para repatriar a Neymar, después, salidas de tono de Ivan Rakitic contra su propio técnico, y por último, boicot colectivo al preestreno de Matchday. Todo, claro está, hasta que el equipo empató contra el Espanyol y fue eliminado en la Supercopa de España. Entonces la plantilla dictó sentencia: ya no se creían a su querido txingurri. Los episodios posteriores, con la guerra entre Messi y Abidal como punto álgido, sólo refuerzan la idea de que el vestuario se ha convertido en intocable.
¿Aquí quién manda?
La trayectoria del Barça desde la era de Frank Rijkaard es cíclica. El equipo se acomoda, llega un nuevo técnico con ganas de imponer disciplina, la plantilla responde durante uno o dos años, y, después, cuando han pasado tres o cuatro, se vuelve a acomodar. Ahora es evidente que el conjunto blaugrana vive la fase más efervescente de la decadencia, hecho que Quique Setién, como era de esperar, no puede y no podrá evitar. Las últimas informaciones que llegan desde la Ciutat Esportiva Joan Gamper, de hecho, apuntan a que los jugadores ya le han hecho la cruz.
La clave para romper esta dinámica de declives cíclicos es airear el vestuario regularmente. O dicho de otra manera: dejar entrar y dejar salir, aunque los adioses sean de peso. Eso es lo que hizo Joan Laporta en el año 2008, cuando entregó las riendas del equipo a Guardiola y le dio manga ancha para hacer limpieza. El nuevo técnico no se lo pensó: Ronaldinho al Milan, Deco al Chelsea y Samuel Eto'o, un año después, al Inter. El resultado fue el primer triplete de la historia del club.
¿Está capacitada esta junta para realizar un movimiento similar? La respuesta, evidentemente, es no. Josep Maria Bartomeu, un presidente infinitamente menos carismático que Laporta, no tiene la fuerza ni los recursos para hacer valer su cargo. No se los ha ganado. En pocos años, de hecho, ha demostrado que es capaz de sacrificar a sus subordinados con el fin de no generar malestar en el vestuario. Y si no, que le pregunten a Éric Abidal, que ha conservado el cargo de milagro.
A Bartomeu tampoco le ayuda el hecho de que sus subalternos, empezando por la secretaría técnica, hayan demostrado ser incompetentes. Llevar a cabo una renovación es necesario, sí, pero para hacerlo hay que apuntar con precisión y no errar el tiro. Si Piqué se marcha, su sustituto tiene que ser Matthijs de Ligt; si Jordi Alba es traspasado, su relevo no puede ser Junior Firpo.
El problema, sin embargo, es que la junta directiva está atada de manos por su propia inoperancia. ¿Se imaginan a Bartomeu vendiendo a Piqué a Los Ángeles Galaxy? Evidentemente que no, porque, entonces... ¿quién sería el encargado de conseguir el patrocinador principal del club?