En un partido que pareció la madre de las semifinales, en un match que parecía interminable, que en Australia comenzó un día y acabó en otro, y en Catalunya sirvió para la hora del desayuno y terminó en la sobremesa de la comida, un colosal Rafa Nadal cumplió el sueño de volver a disputar una final de Grand Slam, algo que no experimentaba desde que ganó el último Roland Garros en el 2014. Nadal tuvo que exprimirse a fondo y sacar su carácter en el momento más dramático del partido para doblegar a un talentoso Grigor Drimitov en cinco horas de juego y en cinco sets espectaculares, 6-3, 5-7, 7-6 (5), 6-7 (3) y 6-4. Los aficionados al tenis tienen en Melbourne la final soñada, la que medirá las fuerzas de dos treintañeros como Roger Federer (35) y Nadal (30), ambos resentidos por las lesiones pero los dos millonarios en éxitos.
Fue una semifinal vibrante, eléctrica, intensa, de ida y vuelta, de golpes geniales, contundentes, algunas veces conectados con rabia, pero en su mayoría con la cabeza, en un dame que te pego constante, con intercambios largos en los que parecía que cada punto iba la vida, que cada punto era un match-ball y con una gran incertidumbre en el resultado. Todo un partidazo.
Respondieron Nadal y Dimitrov a las expectativas. Era la semifinal de un veterano rockero que sigue teniendo hambre de títulos pese a haberlo ganado todo, que entrega su corazón en la pista y que encuentra golpes que arden en el lado del rival cuando ya nadie cree que habrá contestación.
Ese Nadal se enfrentaba a un joven de 25 años, 15 del mundo, que aspiraba a convertirse en el deportista más famoso de Bulgaria reemplazando a Hristo Stoichkov o a las hermanas Maleeva, las más exitosas tenistas de este país. A un joven guapo, que no había perdido un partido este año, talentoso, con una pegada tremenda, con un revés exquisito a una sola mano, como Federer o como Wawrinka, que ansiaba meterse en su primera final grande.
Nadal tuvo en su saque la mejor arma para adjudicarse el primer set. Ganó el 90% de los puntos jugados con su servicio. Y pese a un comienzo dudoso, en el que brindó dos oportunidades de break a Dimitrov, Nadal sacó otras cuatro veces y sólo permitió que el búlgaro le ganara 2 de los 18 puntos jugados. Ya tenía el primero en su bolsillo y la estadística le decía que en el Open de Australia, cada vez que había vencido en el primer set, había ganado el partido.
Había jugado extraordinariamente sólido y muy concentrado Nadal tanto que el búlgaro no podía decir que él lo había hecho mal, puesto que sólo contabilizó dos errores no forzados. Simplemente, el manacorí había sido mejor.
Un metro atrás y warning
Pero el partido iba a ser más largo porque se esperaba más de Dimitrov. En el segundo set sucedieron dos detalles que marcaron el desarrollo del mismo. Desde el palco, Daniel Vallverdú, coach de Dimitrov, había estado indicándole a su pupilo que protestara el tiempo que se tomaba Nadal para sacar. El reglamento marca 25 segundos, y Nadal excede normalmente ese tiempo. Con 1-2 y 0-30, llegó el warning del árbitro Pascal Simon y, a continuación, el 0-40 y el primer saque perdido por el español después de 24 juegos seguidos sin hacerlo.
El segundo detalle es que Nadal retrocedió en la pista, mientras que Dimitrov entró más en ella, tanto que acabó consiguiendo 12 de 14 puntos en la red. Y pese a todo eso, Nadal, después de ir 1-4 abajo llegó a tener oportunidades para nivelar un set que salvó hasta en cuatro oportunidades.
Con el partido empatado y un Dimitrov en alza Nadal tenía que recomponer su táctica. Por lo menos volver a jugar más dentro de la línea de saque. Ya el búlgaro se sentía más fuerte. Ya no estaba nervioso, ya no le imponía el nombre de Nadal, ni el 7-1 que tenía en su contra en sus enfrentamientos. Ya no le trataba de usted, sino de tú.
Mayor exigencia, más riesgos
Ante esas condiciones, Nadal tenía que exigirse más, dar un paso adelante, jugar más profundo y arriesgar más. Lo hizo y encontró en el tie-break su mejor juego llevando a la desesperación a Dimitrov y adjudicándose el tercer set.
Estaba a un paso de la victoria. De una nueva final de Grand Slam, de estar ahí como en sus mejores tiempos disputando un título grande, experiencia que no vive desde que ganó Roland Garros en el 2014. Y, además, contra Roger Federer, su admirado amigo. La final soñada por la mayoría de aficionados al tenis.
Pero todavía quedaba mucho partido. Dimitrov no se había rendido. Se agarró a la pista como se agarra Nadal. También soñaba el búlgaro que fue creciendo en la pista, física y mentalmente. Y forzó a su rival a un quinto set, dramático, aún más intenso, aún más emocionante.
Nadal pudo empezar rompiendo el saque de Dimitrov, pero perdió los tres puntos de break, y volvió a tener una en el quinto juego para ponerse 3-2 y saque. Pero no la convirtió. Pero cuando tuvo el partido abajo, con dos oportunidades para Dimitrov de ponerse 5-3 y saque, resurgió el Nadal de carácter, de sangre, de rabia. Igualó a 4 y se fue por el partido. La cara del búlgaro había cambiado. Ahora era la de un perdedor, y ya no no ganó más. Nadal fue mucho mejor que él en el momento más difícil y agónico.