A pesar que cueste de de creer, los domingos al mediodía en la Piazza del Plebiscito de Nápoles se juega a fútbol. Todo en la ciudad, desde los restaurantes tradicionales hasta la forma de conducir, tiene un aura ancestral del mundo de antes, y la manera de pasar el rato de los adolescentes no es una excepción: unas chaquetas dibujan dos porterías imaginarias frente a la basílica de San Francesco di Paola y una veintena de jóvenes que todavía no saben hacer ecuaciones corren detrás de una pelota en un partido caótico, loco, sin regla del fuera de juego ni árbitros y donde el resultado final se acaba negociando después de que ninguno de los dos equipos se ponga de acuerdo en quien ha marcado más goles. Mientras que en Catalunya la epidemia de letreros prohibiendo jugar con pelota en las plazas de los pueblos ya hace años que nos afecta, en Nápoles, una ciudad de más de un millón de habitantes, es posible ver a la chavalada jugando libremente en un escenario que equivale a la versión napolitana de la Plaça Sant Jaume. La otra diferencia sustancial es que si en nuestro país las chicas y chicos jugarían con la camiseta del Barça pero también del Español, el Real Madrid o el Betis, en la Piazza del Plebiscito todos -absolutamente todos- llevan la del Nápoles con nombres como Mertens, Insigne o Fabián Ruiz en la espalda. Son ellos, sin embargo, chavales nacidos ya en el sXXI, los únicos en toda la ciudad capaces de enfundarse la camiseta de su equipo sin que esta lleve el 10 en la espalda y el nombre de un jugador retirado hacen veinticinco años.
Esclavos de la nostalgia
El año 2014, cuando La grande bellezza ganó el Oscar a mejor película de habla no inglesa, Paolo Sorrentino afirmó en su discurso que dedicaba el premio a aquellos que desde siempre lo había inspirado: Federico Fellini, Talking Heads, Martin Scorsese y Maradona. Que el astro argentino es una metonimia de la ciudad de Nápoles lo demuestra que la semana siguiente, en un partido de liga, en las gradas del estadio San Paolo los tifosis partenopeos desplegaran una pancarta que decía: "Honor a quien en un momento de máxima celebridad no olvida sus orígenes ni su identidad. Gracias Paolo". Los guiños de Sorrentino al equipo de su ciudad son constantes y recurrentes, como demostró a L'uomo in più, La giovinezza o sobre todo en The New Pope, donde el cardenal Voiello es tan napolitanista que cuando el Papa Pío XIII despierta del coma, lo primero que le pregunta no es qué ha visto al más allá, sino si ha podido saber si el Nápoles ganará alguna vez la Champions League. "La nostalgia es la única distracción posible para quien no cree en el futuro", dice uno de los personajes de La grande bellezza en una de las escenas más memorables del filme, y esta frase bien puede servir para comprender cuál es la relación de los napolitanos con su equipo de fútbol y por qué todavía hoy, tres décadas después de haber ganado la segunda y última liga de la historia, la ciudad vive anclada en aquel recuerdo dulce pero lejano, como bien puede observarse en cada rincón de los Quarteri Spagnoli, cada altar futbolístico repartido en puestos del mercado y cada conversación de bar.
La ciudad que lleva el nombre de su club
Junto con París, Nápoles es la única gran ciudad de la Europa occidental con más de un millón de habitantes y un solo equipo de fútbol. Todas las grandes metrópolis acostumbran a vivir con fervor la rivalidad histórica entre dos equipos vecinos, pero en Nápoles la palabra 'derbi' no ha existido nunca, en las cafeterías todos los parroquianos hablan del mismo equipo y en los balcones de las casas las banderas que ondean son las de un solo color, el azul celeste. Es por eso que el SSC Nápoles es no sólo una religión pagana, sino también el ejército simbólico y desarmado de una ciudad que hoy día sigue siendo la única del sur de Italia que ha celebrado nunca una liga. Dos, para ser más exactos. Toda una hazaña considerando el abismo económico que diferencia las regiones industriales del norte con las zonas agrícolas del sur, ya que las dos Italias y esta famosa dualidad entre el norte y el sur es un mito lleno de realidades. Más allá que el napolitano sea la segunda lengua más hablada del país después del italiano -casi 7 millones de habitantes-, el menosprecio, la animadversión y el racismo que se respira en muchas ciudades del norte respecto los terroni [adjetivo que podríamos traducir como 'paleto' o 'pueblerino'] napolitanos es una lacra que se fundamenta en argumentos más sociales y económicos que culturales. Tanto, que aunque las regiones del norte hayan alcanzado parte de su riqueza gracias a la mano de obra napolitana, siciliana, calabresa o pugliesa de mediados del sXX, todavía hoy es recurrente ver pancartas donde se puede leer "Bienvenidos en Italia" cada vez que el Nápoles visita estadios del norte.
Un futuro basado en la fe del pasado
Cuando hace treinta años en los cementerios de la ciudad se hicieron pintadas escribiendo Non sanno che se so' perso ["No saben lo que se han perdido"] después de ganar el primer Scudetto, pocos podían pensar en aquellos momentos que dos décadas más tarde el Nápoles descendería dos veces a la Serie B, llegaría a caer a la Serie C y tendría que ser rescatado de la quiebra en el año 2007. Resurgiendo desde el infierno de la tercera división italiana, con la llegada de la segunda década del sXXI se produjo un renacimiento futbolístico que permitiría de nuevo la consolidación del club a Primera división, la consecución de dos Coppa Italia y varias participaciones en la Champions League. Por fin, todo indicaba que el pasado dejaría de ser el único consuelo para satisfacer el presente, pero no fue hasta la temporada 2017-2018 cuando un equipo filarmónico y comandado bajo la batuta de Maurizio Sarri estuvo a punto de saborear de nuevo la gloria. Como una orquesta capaz de hacer el mejor fútbol que nunca se haya visto a los pies del Vesubio, aquel Nápoles fue capaz de batir todos los récords posibles, alcanzar el mayor número de puntos en una sola temporada en toda la historia del club y competirle la liga a la Juventus hasta la última jornada. No fue posible ganarla, Sarri se marchó a final de temporada y la ciudad sigue todavía hoy luchando contra su propio mito, anclada a finales de los ochenta y limpiando el recuerdo de aquellos días de gloria en los cuales un argentino que no llegaba al metro setenta se convirtió para los napolitanos en un auténtico mesías más venerado que San Gennaro.
Sin duda, mirar adelante y dejar de hablar del Nápoles -y de Nápoles- sin basarlo todo en el jugador más importando de la historia del club partenopeo no será fácil, como tampoco lo ha sido escribir un artículo sobre Nápoles mencionando sólo una vez el nombre de El Pelusa, el napolitano nacido en Buenos Aires que cambió la historia no sólo de una ciudad, sino de su sociedad.