Hace tiempo que Ronaldinho Gaúcho dijo basta. Pero hoy ha sido su hermano y representante, Roberto de Assis, quien ha verbalizado lo que mucha gente sintió cuando dejó el Barça, el año 2008, por la puerta de atrás: "Él ha parado. Esto ya estaba definido y sólo faltaba confirmarlo".
Más allá de cualquier título, el gran legado de Ronaldinho es intangible. El brasileño, desinhibido y saludando como un surfista, aceptó el reto de cambiar el carácter a un club con más de 100 años de historia. Ronaldinho se mudó de París a Barcelona con el objetivo de devolverle al Barça, inmerso en la mediocridad más absoluta, el brillo de un pasado cada vez más lejano.
Era la gran arma de Joan Laporta para que el club dejara de lado el sentimiento de inferioridad hacia el Real Madrid y empezara a ganar. Y su primer día fue una declaración de intenciones. En un partido contra el Sevilla en el Camp Nou que se jugó de madrugada y en medio de vasos de gazpacho, Ronaldinho se presentó en sociedad con un gol que hizo temblar el larguero y los cementos del estadio. A partir de allí, todo es historia.
Frank Rijkaard, con mano izquierda y mucha libertad, consiguió que el nuevo ídolo del Barça trasladara al campo todo lo que le pasaba por la cabeza. Pases con la espalda, toques de espuela, túneles, recortes imposibles... Ronaldinho escogió Barcelona para pintar su obra maestra. Y mientras sumergía la afición en un estado de euforia sin precedentes, el equipo lo acompañaba y ganaba. Su sonrisa lo había cambiado toda.
La ciudad se despertaba con la mayoría de los niños imitando su gesto con las manos e iba a dormir viendo cómo el Santiago Bernabéu reconocía, aplaudiendo, que aquel brasileño despreocupado estaba por encima de cualquier rivalidad. Jugaba riendo. Era imposible odiarlo. Los defensas renunciaban a discutirle la pelota porque Ronaldinho tenía una relación especial con ella. Una relación que empezó en las calles y en las pistas de fútbol sala de Porto Alegre.
Con el Balón de Oro bajo el brazo y con la sensación de que ya había conseguido todo lo que había soñado de pequeño, el '10' del Barça se dejó ir. El fútbol ya no era una prioridad y el club, con el recuerdo de la falta por debajo de la barrera al Werder Bremen o el gol en Stamford Bridge, no hizo nada para cambiarlo. Su estrella se fue apagando. El fútbol corría por una banda y él por otra, incapaz de seguir el ritmo a unos compañeros que hacían todo lo posible para que no saliera en la fotografía. Sin embargo, el talento nunca lo abandonó. Y su último servicio al club estuvo a la altura de su llegada: una chilena contra el Atlético de Madrid.
Ronaldinho, a los 37 años, cuelga las botas. Los partidos de exhibición, donde regateaba andando para divertir al público, avanzaban su final. Fuera del foco mediático, el que fue el mejor futbolista del mundo da un paso al lado. El fútbol y el Barça sonreirán cuando recuerden a un jugador tan especial. Y el tiempo perdonará su autocomplacencia y enaltecerá las muchas noches de gloria en el Camp Nou.