El Aeropuerto de Barcelona es nuestra puerta al mundo, no por la gran gestión del conglomerado ministerial semiprivatizado de Aena, sino gracias a la liberalización del transporte aéreo de la década de los años 90 del siglo pasado. Las leyes europeas permiten que las aerolíneas no tengan que pedir permiso al gobierno español para abrir rutas, libertad que no existe con los trenes o los autobuses.
Gracias a esta relativa libertad legal, el Aeropuerto de Barcelona es hoy el sexto de Europa por pasajeros, un tesoro para el país, que nos permite conectar nuestra industria directamente con Boston, San Francisco o Hong Kong. Cortar esos lazos sería un suicidio para Catalunya. Este artículo trata de poner luz sobre algunos argumentos que se han esgrimido en las últimas semanas.
Empezamos por una cuestión de nombres: alargar la tercera pista –de hecho la segunda– no puede considerarse una ampliación, sino la solución a un error del diseño pactado en 1998 con el gobierno español, entonces en manos del Partido Popular. La pista resultante es demasiado corta para recibir los aviones que más interesan, los que conectan con otros continentes. Eso provoca una enorme ineficiencia en las operaciones del día a día, que se traduce en retrasos y, por tanto, en más gasto de combustible y contaminación.
Con las pistas actuales se atienden un máximo de 78 operaciones por hora, muy por debajo de la capacidad de los aeropuertos con los que Barcelona compite cada día, como Munich o Madrid. Podría llegarse a 90, pero habría que pasar por encima de los vecinos de Gavà, Castelldefels y Viladecans sin piedad y sin silenciador.
Tener una pista tan corta ocasiona que incluso los aviones más pequeños deban ejecutar una maniobra extrañísima, que provoca estrés innecesario a las tripulaciones, además de un gasto extra de combustible
¿Por qué? Tener una pista tan pequeña provoca que incluso los aviones más pequeños deban ejecutar una maniobra extrañísima: si habéis cogido un vuelo al Prat probablemente os habréis fijado que, mientras se eleva, el avión da un giro muy pronunciado hacia el mar. Los pilotos odian este giro y hace años que avisan que provoca un estrés innecesario a las tripulaciones, además de un gasto extra de combustible. Todo porque la pista es demasiado corta y se asoma directamente sobre las ciudades al sur del Llobregat. Alargar la pista 500 metros hacia el puerto permitiría resolver parcialmente este problema, por eso el Ayuntamiento de Viladecans ya se ha ofrecido a alojar los espacios naturales que habría que desplazar.
Los comunes del Ayuntamiento de Barcelona han apuntado que los pasajeros que no pueda absorber el aeropuerto deberían llegar en tren. Esta idea es muy atractiva y quizás sea posible dentro de 40 años. La situación real ahora mismo es que Sants está colapsado y La Sagrera tardará en entrar en servicio. Además, pagaremos durante décadas el desastre de la conexión de alta velocidad por los Pirineos, que el Estado hizo de peaje, como casi todo lo que hace en Catalunya.
¿Cómo? ¿Peaje en el tren? Pues sí. Como las autopistas, durante los próximos veinte años cualquier tren que quiera atravesar los Pirineos tiene que pagar mucho más que cualquier tren con destino a Madrid. Además, una vez pasado Perpinyà, el Estado francés mantiene las mismas vías del siglo XX, cosa que convierte en anecdótico cualquier servicio más allá de Lyon.
Es decir, sustituir a los pasajeros del avión por el tren no es posible ni por precio, capacidad ni velocidad.
Para hacernos una idea, examinemos una de las conexiones más importantes del aeropuerto de Barcelona: Londres. El viaje en TGV entre Barcelona y París dura 6 horas y 40 minutos y raramente va lleno, así que un Barcelona-Londres duraría como mínimo entre 8 y 9 horas. En 2019, 3,3 millones de personas viajaron en avión entre la capital británica y Barcelona, algunos por trabajo, otros por placer y otros para conectar con vuelos internacionales. ¿Cuántos trenes al día harían falta para absorber, como mínimo, la mitad de este tráfico?
Es imposible sustituir ni siquiera la mitad de los vuelos en avión de Barcelona en Europa a menos de 25 años vista. En cambio, la alternativa, alargar la pista del Prat, difícilmente costará más 500 millones de euros
1,6 millones de pasajeros, distribuidos igualmente entre los 365 días del año, tocan a 4.383 viajeros al día. Para atender esta demanda harían falta más de 12 trenes llenos cada día, muchos más en verano. Como el trayecto duraría 8 horas, cada uno de esos trenes sólo podría hacer –con suerte– un solo viaje de ida y vuelta diario. Si multiplicamos esta cifra por las diez ciudades más servidas desde el aeropuerto de Barcelona, nos encontramos con que habría que pasar 120 trenes diarios más por la sufrida malla ferroviaria de la ciudad y por la esmirriada conexión entre Perpinyà y Montpellier.
En otras palabras: es imposible sustituir ni siquiera la mitad de los vuelos en avión de Barcelona a Europa a menos de 25 años vista. Tampoco está claro que sea deseable: hablamos de miles de millones de euros de inversiones y ocupación de espacio con vías, estaciones y talleres. La alternativa, alargar la pista del Prat, difícilmente costará más 500 millones de euros, según estimaciones propias basadas en las previsiones de AENA.
Pero ¿no hablamos de contaminación? Al final, esta es la razón última del debate.
Pues resulta que la contaminación de los aviones es el 2,4% de las emisiones de CO2 mundiales. Además, todo indica que de aquí a diez años, buena parte de los aviones que surcarán nuestros cielos serán híbridos y contaminarán diez veces menos de lo que contaminan ahora, que ya es mucho menos de lo que contaminaban hace veinte años.
En cambio ¿sabes quién contamina diez veces más que los aviones y en aumento? Coches y camiones. Por tanto, si queremos atacar al enemigo de verdad y sustituir los vehículos más contaminantes, invirtamos esos miles de millones para hacer pasar 120 trenes diarios más por Barcelona en otros servicios que ya funcionan y que necesitan esa inversión: empecemos por cercanías, sigamos con los regionales y mercancías y, si sobra algún euro, ya hablaremos de la larga distancia y la alta velocidad. Si no podemos confiar en el tren para subir a Vic ¿cómo confiaremos en él para ir a Londres?
A ver si por querer viajar en tren no acabaremos viajando en avión... vía Madrid.