Quién le iba a decir a Alberto Carlos Rivera que Francia, la jacobina y centralista Francia, pero también la de valores como la democracia, la libertad de expresión y la del cordón sanitario contra cualquier formación ultraderechista, se iba a acabar convirtiendo en algo más que una piedra en su zapato. Incluso, en un auténtico quebradero de cabeza. Macron y Valls, dos políticos que ni se hablan, han conseguido ponerse de acuerdo en una cosa: Rivera es un político mediocre y un mentiroso. Y le han enviado un mensaje fácil de entender: C'est la guerre. La presidencia de la República ha salido a desmentirle después de que se declarara eufórico por una supuesta felicitación de Macron por sus pactos postelectorales. No ha habido ninguna felicitación del Elíseo y todo es cosa de la imaginación del líder naranja. No es una desautorización cualquiera, es toda una bofetada de quien hace unos pocos meses se consideraba que era su padrino en la esfera internacional.
Conocer a Rivera, saber exactamente cómo piensa, cómo actúa, era solo cuestión de tiempo. En Catalunya, su laboratorio político, es de sobras conocido. De la misma manera que su ubicación en la familia liberal era un gran montaje: ni el líder de Cs tiene hechuras de político de esta familia política, ni comulga con su ideario, ya que está bastante más a la derecha. Durante los últimos años, aquellos en que Mariano Rajoy gestionaba el país desde la inacción política y Pedro Sánchez parecía un auténtico desestabilizador del sistema, Albert Rivera era el político mimado por lo que se viene a denominar, para que se entienda fácilmente, el Ibex 35. También por el deep state. Nada se admira más en Madrid que un catalán que renuncia a serlo. Rivera era todo un descubrimiento caído del cielo: ponía voz con entusiasmo a la defensa del castellano, al ataque frontal al independentismo, al cierre de TV3, a la crítica a la política lingüística o a la unidad de España. Este Rivera pasó de gracioso a pesado en el mismo momento en que Sánchez llegó a la Moncloa, demostró templanza en sus decisiones y dejó claro que no había venido a cambiar nada sustancial.
Dicen en Madrid que uno de los problemas para el entendimiento entre Sánchez y Rivera es el profundo desprecio del inquilino de la Moncloa hacia el líder naranja, por quien aún se siente engañado. Podría ser verdad, ya que es de sobras conocida la facilidad que tiene el presidente de Ciudadanos para granjearse adversarios. Que Macron y Valls le hayan declarado la guerra lo deja en una difícil posición, ya que los dos eran aliados suyos y en los dos se apoyó para presentarse como un político de convicciones profundas y con mirada europea. Si algunos dirigentes políticos catalanes hubieran sido consultados, todo esto que se hubieran ahorrado. Ahora incluso los liberales de Macron le amenazan con expulsarle del grupo en el Parlamento europeo que hasta ahora se llamaba Alde y que a partir de esta legislatura se denominará Renovar Europa. Eso difícilmente pasará, ya que de por medio hay subvenciones —o sea, dinero— y el tamaño del grupo parlamentario, pero es una muestra de la enorme irritación con Ciudadanos.
La preocupación de Rivera debe de ser real y, sin duda, un auténtico quebradero de cabeza: nunca había estado tanto tiempo sin hablar de Catalunya.