Solo en un matrimonio que ha sido básicamente una sociedad de intereses podría darse una situación como la que se ha producido estas últimas horas entre el rey emérito y la reina madre. Mientras Juan Carlos I lleva cuatro días fugado sin que se haya hecho público su paradero, aunque han participado desde el propio palacio de la Moncloa en los detalles de su salida, la reina Sofia, como si tal cosa, disfruta de sus regulares vacaciones en el Palacio de Marivent, en Palma de Mallorca, y se va de compras a El Corte Inglés o Zara Home.
Ella, las mismas imágenes de los últimos años, en las mismas fechas; él, sin instantáneas que reflejen la gravedad de la crisis institucional de la familia real y sin que conozcamos qué piensa hacer la inspección de Hacienda con el dinero aparentemente defraudado al fisco, la fiscalía o la Audiencia Nacional. Él, quien sabe si en la República Dominicana, como se ha publicado, o en Portugal, Marruecos o algún país con monarquía de la península arábiga. Por cierto: ¿cuanto cuesta al erario público en funcionarios del Estado el exilio forzado por los escándalos de corrupción? ¿Alguien va a explicarlo?
Todo ello sucede con una aparente normalidad asombrosa en una España petrificada por la actuación de quien ha sido el jefe del Estado durante casi 40 años y que ahora, abandonado por los que más le han protegido en sus desmanes pensando que nada de ello iba a acabar como ha acabado, va a a vivir a caballo entre países que le garanticen una cierta inmunidad judicial. Es el nuevo Sha de Persia aunque a aquel le destronaron Jomeini y la revolución islámica, y el emérito ha caído en un supuesto acto de servicio para salvar a su hijo y que pueda conservar la corona, algo que hoy se antoja harto difícil en el medio plazo.
Entre otras cosas, porque será difícil un gobierno de coalición en que una parte, la socialista, quiere protegerle a su manera, pero le tiemblan las piernas cada vez que se habla de república y no le gustaría a los jóvenes más que a los mayores, perder el tren. ¿Y Podemos? Pablo Iglesias se debate entre la comodidad de los cinco asientos en el Consejo de Ministros y cientos de personas colocadas en los diferentes niveles del gobierno, y las voces que le aconsejan que si capitalizara el malestar social un nuevo horizonte de expectativas electorales se le podría abrir delante suyo.
Al final, como siempre, el dilema es el mismo: jugar a la defensiva o pasar a la ofensiva. Lo primero está, aparentemente, exento de riesgos aunque a la hora de la verdad nunca acaba siendo así. El independentismo catalán hará muy bien, sin embargo, en no implicarse más de la cuenta en el desaguisado español. Entre otras cosas, porque su batalla, difícil aunque no más que la de los que apuestan por una república española, es la república catalana, la única que puede asegurarle la supervivencia de la nación y no la disolución dentro del Estado español.