Las recientes declaraciones de Inés Arrimadas afirmando el pasado lunes, tras la debacle electoral, que se siente más reforzada que nunca al frente de Ciudadanos demuestra hasta que punto la formación naranja ha desconectado de la realidad para pasar a ser un partido en encefalograma plano. Arrimadas y su candidato en Catalunya, Carlos Carrizosa, han pasado a ser testimoniales con sus seis diputados y desde la desaparición de la UCD no se recuerda una autodestrucción tan grande de un espacio político. Pasar de 35 escaños en 2017 y de ganar las elecciones, a tener media docena y ocupar la séptima posición de los ocho partidos que han obtenido representación parlamentaria no está al alcance de cualquiera. El partido del odio y la crispación, de la oposición a la lengua y al modelo educativo ha encontrado en Vox un hueso tan duro de roer que no ha podido con él. Claro que el anticatalanismo tiene su espacio en Catalunya después de la fractura que ha causado Cs en la sociedad catalana. Pero también era de manual que en el momento que la ultraderecha se quitara la máscara y defendiera las posiciones que hoy encarna Santiago Abascal poco tendría a hacer la derecha extrema de los Rivera, Arrimadas, Carrizosa y tantos otros.
Y ese día llegó el 14 de febrero en Catalunya, casi 15 años después de que entraran en el Parlament, en 2006, tres diputados capitaneados por Albert Rivera. Ahora ha logrado seis, pero con una gran diferencia: Entonces entró por la puerta grande, alimentado por los medios más ultras de la capital de España, y en cambio este domingo ha desaparecido por el desguace de los retales informativos, ya que los mismos que le auparon han dejado de tener interés. Eran los tontos útiles para desestabilizar Catalunya, cumplieron el papel asignado y, por ambición, desaprovecharon una oportunidad que, por suerte, ya no volverán a tener. No querían una parte pequeña del pastel conformando mayorías con PP o con PSOE, sino que querían el pastel entero. En política no hay dos oportunidades, y de aspirar a la Moncloa a final de la década pasada con Mariano Rajoy y Pedro Sánchez, pasaron a ser para los que le habían aupado un partido prescindible, desagradable, imprevisible, molesto e incómodo. El responso ya se había empezado a preparar.
Ahora, tras la debacle del domingo, Carrizosa en Catalunya y Arrimadas en Madrid se aferran a sus cargos con una virulencia desmedida. Ninguno de los dos quiere irse a casa, ya que deben pensar que fuera hace mucho frío y han de estirar el máximo posible lo que tanto han criticado. Será como aquellos autómatas que van con el piloto automático, ya que a nadie va a interesar ni lo que dicen, ni lo que hacen. La bandera de la política del odio y de la división la van a llevar los de Vox y ellos no tienen nada a hacer. Como todas las formaciones sin arraigo y creadas desde arriba serán pronto un partido fantasma en Catalunya, sin sedes en el territorio, con la media docena de diputados que han conseguido este pasado domingo, ninguna alcaldía en las cuatro circunscripciones catalanas, un par de centenares de concejales -en tránsito hacia Vox muchos de ellos- y mucho cargo intermedio hasta hace cuatro días que en poco tiempo estará en paro.
Es el final, ciertamente. En Madrid dicen como el de UPyD de Rosa Díez, un espacio político que en Catalunya nunca tuvo fuerza. Puede ser. Del cielo al infierno en quince años. Es una buena lección para no olvidar de lo rápido que van las cosas.