El papa Benedicto XVI, de nombre secular Joseph Aloisius Ratzinger, fallecido este sábado a la edad de 95 años, era diferente. Mucho más intelectual que la mayoría de sus predecesores, fue miembro de varias academias científicas y hablaba diez idiomas, de los que dominaba al menos seis; de nacionalidad alemana, país del que solo ha habido cinco papas de los 264, según el Anuario Pontificio; y el primer pontífice en renunciar a su cargo en los últimos seis siglos, pues desde Gregorio XII, en 1415, la Iglesia católica no había vivido una situación similar, aunque en aquella ocasión su dimisión tuvo una razón de peso como poner fin al Cisma de Occidente y no por razones de salud.
Es muy probable que de toda esta vida llena de múltiples hitos y de sus ocho años de papado sea recordado sobre todo por su renuncia, anunciada de viva voz en latín, y abandonando inmediatamente sus aposentos en el Vaticano en helicóptero para trasladarse al monasterio Mater Ecclesiae. Mucho se ha especulado sobre los motivos de la renuncia de Benedicto XVI y su insólito paso al lado que marcó tanto a la Iglesia católica. Para unos tuvo que ver con una de las peores crisis de la Iglesia, a raíz de que su mayordomo le traicionara y filtrara documentos privados. Para otros, fruto de su preocupación porque la Iglesia tuviera que aceptar años de papado con un pontífice muy mermado en su estado de salud. Para la mayoría, convertir en normal lo que ya sucede en otros ámbitos de la vida pública.
Sea como sea, con su gesto de renuncia abrió una etapa en la que puede pasar a ser normal lo que en 2013 fue visto como excepcional. A nadie le extrañaría que Francisco, argentino, que lleva nueve años en el cargo y acaba de cumplir 86 años siguiera su estela. De hecho, en fechas recientes, reveló que su renuncia en caso de impedimento médico —padece una enfermedad en la rodilla que le ocasiona dificultades para caminar— lleva años firmada. De hecho, el pasado verano, cuando convocó para agosto un gran consistorio, se desataron todo tipo de rumores. La posibilidad, aunque fuera teórica, de que hubiera dos papas eméritos sí que causaba una honda preocupación ante una situación tan inédita como excepcional.
Aunque durante su papado Benedicto XVI consagró la Sagrada Familia de Barcelona, en 2010, y abrió y cerró su homilía en catalán, aquella visita no dejó un agradable sabor de boca a muchos creyentes por ser más un encuentro con mucha más presencia de las autoridades del momento que una visita pastoral y de encuentro con los católicos. Todo ello supuso que el viaje no lograra la movilización del realizado por Juan Pablo II a la capital catalana veintiocho años antes.
Un dato a no pasar por alto es la pérdida de peso durante el mandato de Ratzinger del catalanismo en la jerarquía de la Iglesia católica y entre los obispos catalanes. Un proceso que se había iniciado en los últimos años de Juan Pablo II y que ganó fuerza con Benedicto XVI en el Vaticano y con Mariano Rajoy en la Moncloa. En este aspecto, no obstante, el papa Francisco tampoco ha seguido la estela de aquella demanda de Volem bisbes catalans!