Desde este martes, el Canal d'Urgell dejará de suministrar agua y adelanta así el fin de la campaña de riego por primera vez en su historia, después de que se abriera el pasado mes de marzo. La medida, que tiene un carácter excepcional y que hará que 70.000 hectáreas de cereales y de árboles frutales del Pla de Lleida se queden sin agua, es consecuencia, evidentemente, de la falta de lluvias que hace que las reservas de los embalses de Oliana y Rialb estén al mínimo. Pero es obvio que, ante una amenaza previsible, ya que el cambio climático no es de la semana pasada, se ha perdido demasiado tiempo en apuestas exclusivamente cosméticas como es el nombre del departamento —Conselleria d'Acció Climàtica, Alimentació i Agenda Rural— y demasiado poco en la planificación de las inversiones económicas que eran imprescindibles para una sequía persistente como la actual.
Solo hace falta darse una vuelta por la zona cero que riega el Canal d'Urgell y hablar con los payeses para ver la magnitud de la catástrofe que tendrá para este verano. Al menos dos impactos importantes: la pérdida de las cosechas, por un lado, unido al riesgo de la muerte de los árboles; y el aumento de precios, ya que todo el producto que ahora se va a perder tendrá que venir de fuera para el consumo regular. Es difícil para una persona de ciudad hacerse una idea real de la catástrofe que se avecina, puesto que los payeses, no nos engañemos, siempre han sido el patito feo de nuestra sociedad. Mucho predicar la necesidad de potenciar los productos de proximidad y la defensa de la fruta ecológica, pero nada de concienciar a la ciudadanía de la necesidad de ayudar más a la payesía, cuando nos jugamos no solo su supervivencia como un sector estratégico del país sino también una determinada idea de Catalunya.
Se da, además, la paradoja de que Barcelona expulsa ciudadanos ante el desorbitado precio de la vivienda y, mientras tanto, no se generan las condiciones para que en otros núcleos urbanos la agricultura sea un modo de ganarse la vida. Para que todo el mundo se haga una idea de lo que supone el cierre del Canal d'Urgell para los payeses, sería como si en las fábricas se cortara el suministro de luz. No durante un rato, sino de manera indefinida. Estamos hablando de eso, por grave que pueda parecer. Están muy bien las campañas para concienciar a la gente que gaste menos agua o derivar las quejas hacia el sector del turismo, al que se protege especialmente ante la campaña de verano para no provocar una crisis económica de dimensiones colosales. Pero el tema va de inversiones millonarias y en un tiempo récord.
El pasado viernes 31 de marzo, el president Aragonès convocó una cumbre contra la sequía que, como todo el mundo sabe, se saldó con un enorme fracaso. Una cuestión tan grave como esta no puede sacarla adelante ni el gobierno en solitario, ni cada uno de los partidos de la oposición por su cuenta. Se explicó como motivo de las desavenencias el tema de las sanciones a los ayuntamientos, una cuestión que puede ser que sea importante, pero no está en el corazón del problema como es paliar la sequía con inversiones para regenerar el agua y reutilizarla. El próximo domingo hará un mes de aquella fallida reunión y no se ha enviado ningún mensaje tranquilizador para los payeses. Solo hace falta hablar con ellos para darse cuenta y que Barcelona deje de escucharse solo a sí misma y a su habitual endogamia capitalina.