Desde el pasado día 27 de junio, Francia vive sumida en el caos más absoluto fruto de una revuelta que ha provocado un auténtico estallido social. Cada noche y este domingo es la sexta, son detenidas cientos de personas —algún día se han acercado al millar—, la anarquía se ha apoderado de varias ciudades cuyas tiendas son saqueadas desde París a Marsella, el toque de queda se ha impuesto en varias ciudades, el transporte público en todo el país deja de circular a partir de las 21 horas y más de 45.000 agentes están desplegados por las calles francesas.
Tan solo el despliegue del ejército, que ya han reclamado algunos partidos y varios alcaldes, remarcaría un escalón más en el impresionante despliegue llevado a cabo por las autoridades, con escaso resultado hasta la fecha. Un alcalde de la periferia sur de París, Vincent Jeambrum, de L'Haÿ-les-Roses ha denunciado un ataque con un turismo contra su domicilio en la madrugada del domingo. En la casa se encontraban su mujer y su hijo, ya que el alcalde se encontraba en el ayuntamiento coordinando la respuesta policial a los manifestantes y la policía investiga los hechos como intento de asesinato.
Aunque la abuela de Nahel M., el joven de 17 años asesinado por un policía en Nanterre y que fue el origen de la revuelta callejera, ha hecho una llamada a poner punto final a los disturbios que sacuden toda Francia, nada lleva a pensar que pueda producirse a corto plazo. La tensión generada tiene raíces muy profundas y los jóvenes que habitan en las periferias de las grandes ciudades se sienten desamparados y sin un futuro digno al que poderse acoger. No son como sus padres que sí que encontraron un futuro mejor huyendo hace décadas de África.
Los jóvenes de ahora se sienten condenados de por vida a ser franceses de segunda. Sin posibilidades de acceder a un nivel de vida aceptable. Y, frente a ello, la respuesta del estado es permanentemente insuficiente para aplacar la cólera, la desesperación, el paro y la miseria en la que se suelen desenvolver. Un caldo de cultivo para el Frente Nacional de Marine Le Pen, que ya se ha encaramado a la primera posición si ahora se celebraran elecciones o cara a las europeas del próximo año.
Macron, un político mediocre y lejos de poder ser considerado un estadista, carece de la cintura suficiente y la preparación política adecuada para revertir la situación, más allá de aplicar medidas policiales para rebajar la tensión en las calles. Un horizonte demasiado negro, justo en las puertas de nuestras fronteras y todo ello en una Europa que va de convulsión en convulsión: guerra de Ucrania o el reciente motín contra Vladímir Putin.