El escribir cada día desde hace muchos años obliga, necesariamente, a repetir en ocasiones algunas ideas sobre un cierto cosmopolitismo estúpido que hace que en nuestro país hablar de tradiciones sea identificado inmediatamente como algo antiguo y ñoño, y no como un patrimonio que tenemos la obligación de preservar. Un ejemplo que siempre emerge por estas fechas es el pesebre, que procedente de Italia, llega a Catalunya a principios del 1300, según está documentado en la catedral de Barcelona con una pieza de orfebrería y esmalte. Sería en 1475 cuando se mencionaría un embrionario mercado de figuras y elementos decorativos del pesebre en el pórtico y en las cercanías del convento de Santa Caterina, en el barrio de la Ribera, en el distrito de Ciutat Vella.

Es, por tanto, una tradición arraigada y viva, por encima de religiones, y que en los últimos años ha sido objeto de un estúpido debate que ya hizo, por ejemplo, que en 2022 el Parlament de Catalunya lo retirara en aras de una concepción ridícula y falsamente progresista. Este año, el Ajuntament de Barcelona también lo ha sustituido en la plaza de Sant Jaume por una estrella de metal luminosa, gigante, de nueve metros de diámetro y 20 puntas, que no hace más que alimentar la polémica sobre la decoración navideña. La estrella, bautizada como Origen, simbolizará la gran explosión que dio origen al universo, el Big Bang, y por la noche producirá un espectáculo de luces y música cada 30 minutos. Es cierto que en el patio del ayuntamiento estará instalado un pesebre, que montará la Associació de Pessebristes de Barcelona, y que hasta la fecha se hacía en el Museu Frederic Marès, pero la estrella y el pesebre podrían converger perfectamente en la plaza, que sería su sitio, y no aparecer una decoración por encima de la otra.

Estaría bien que las instituciones catalanas dedicaran algo más de esfuerzo a la cultura popular, que es un patrimonio de identidad y de pertenencia

Mantener las tradiciones es, también, una manera de hacer Catalunya. De respetar la historia del país en el que estamos durante unos instantes mientras las cosas siguen sucediendo. Los castells, el caganer, la sardana o las habaneras se combinan con la diada de Sant Jordi, la Patum de Berga o la revetlla de Sant Joan. Todo ello y muchas más hacen Catalunya y forman parte de nuestra identidad. Este domingo, La Seu d'Urgell ha acogido el XI aplec de escudellas, ranchos y sopas históricas de Catalunya, un acontecimiento itinerante, que se celebra anualmente y que ha acogido colles de Albons, Capmany, Castellterçol, Gelida, La Seu d'Urgell, Montmaneu, Ponts, Verges, Vidreres, Rialp e Isona. También había dos colles del Principado de Andorra y estaba invitada La Paniccia de Varallo, en el Piamonte.

La Federació d'Escudelles, Rantxos i Sopes Històriques (FERSHC) lleva un tiempo preparando su candidatura para ser declarada patrimonio inmaterial de la humanidad por parte de la UNESCO. Estas cosas nunca son sencillas, pero su candidatura quiere seguir los pasos de la Patum, reconocida por la UNESCO en 2008, y los castells, en 2010. Estaría bien que las instituciones catalanas dedicaran algo más de esfuerzo a la cultura popular, que suerte tiene siempre del esfuerzo ingente de personas anónimas que, sin aspirar a reconocimiento alguno, hacen que el invisible hilo que da sentido a la historia milenaria de un pueblo se mantenga vivo, y que generación tras generación las tradiciones se mantengan como un patrimonio de identidad y de pertenencia.