Decía la escritora Victoria Wolff que el odio no es un buen consejero. Viendo cómo se están desarrollando los prolegómenos de la batalla final en Esquerra Republicana, que tendrá este sábado su decisión ya definitiva, alguien no debe haber pensado lo suficiente en que después de los resultados de este fin de semana la fractura en la organización será importante. Que la formación republicana deberá recoser tantas relaciones rotas que convivir todos juntos en su seno puede acabar siendo imposible. Más de seis meses de batalla incruenta, con los cuchillos en la boca, llevan los republicanos. Justo desde la traumática derrota de las elecciones catalanas del pasado 12 de mayo, que arrastró al pozo más negro a ERC después de una gestión del Govern triste y desacertada bajo la presidencia de Pere Aragonès. No fue solo, por más que ahora se haga broma, la gestión de la sequía y el hecho de que desde que se convocaron las elecciones no haya dejado de llover; es que no hubo ni liderazgo ni rumbo político ante los grandes retos de país, por más que ahora el president Salvador Illa recuerde de vez en cuando lo bien que lo hicieron sus antecesores, seguramente más por agradecer los votos que le dieron para su investidura que por un convencimiento sobre lo que se ha encontrado.
Sea como sea, la pulsión de guerra interna en Esquerra ha adquirido dimensiones dantescas, fruto de la ruptura entre Oriol Junqueras y Marta Rovira. A la segunda se le atribuye que en más de una reunión se mostró crítica con la voluntad de Junqueras de presentarse de nuevo a la presidencia del partido y no abandonar definitivamente su cargo como ella hacía; el caso es que, tras su anuncio de que solo llevaría las riendas del partido hasta este congreso, poco más se ha sabido de Rovira. Más allá de cerrar el acuerdo con el PSC para la investidura de Illa y su retorno a Ginebra, donde vive desde 2017, aunque ahora sin la espada de Damocles de una posible extradición, ya que se ha beneficiado de la ley de amnistía. De la batalla sin cuartel que es la recta final del congreso de Esquerra, este martes hemos tenido una nueva prueba con la filtración por parte de la actual dirección de que Junqueras habría ordenado en 2019 a Alfred Bosch, entonces conseller de Exteriors, que no activara los protocolos de la Generalitat ni de ERC sobre el caso de presunto acoso sexual en el departamento, que implicaba al jefe de gabinete de la conselleria y que acabó costándoles el cargo a ambos.
La guerra interna en ERC ha adquirido dimensiones dantescas, fruto de la ruptura entre Oriol Junqueras y Marta Rovira
Junqueras ha lamentado la campaña de descalificaciones que sufre, rumores sin pruebas, filtraciones, ataques y calumnias, "una campaña marcada por el juego sucio propio de estructuras B", en referencia a los ataques de falsa bandera que se hacían desde la sede de la calle Calàbria para generar noticias falsas y poner en un aprieto a alguien que molestaba en aquel momento. No he visto las alegaciones de Bosch y desconozco absolutamente qué hay de verdad y qué hay de mentira en esta guerra sucia. Sí que me llama poderosamente la atención una cosa: si la actuación de Junqueras fue intentar taparlo todo desde la prisión de Lledoners, en la que se encontraba preso, debió ser con la complicidad de los que ahora lo acusan, desde la dirección que se ha quedado tras su marcha pasando por sectoriales como la de Feminismo y otras áreas de la organización. ¿Estaban en el ajo los hoy acusadores? ¿Hacia qué lado miraron entonces? Porque divulgar esto a cuatro días de la votación parece más un acto a la desesperada.
Desde el primer momento se supo que la batalla de Esquerra no era tanto de estrategia ideológica, sino de quién se quedaba dirigiendo el partido. Junqueras no quiere romper los apoyos a los socialistas y mucho menos la candidatura de Xavier Godàs, el exalcalde de Vilassar de Dalt, donde se aglutinan la gran mayoría de los dirigentes actuales de ERC, incluidos Aragonès y Rovira. La apuesta de estar chapoteando en el fango hasta el último segundo en busca del golpe definitivo que tumbe al adversario hace buena aquella famosa frase del tantas veces primer ministro democristiano italiano Giulio Andreotti —aunque otros se la atribuyen al primer canciller de la Alemania Occidental Konrad Adenauer—, que decía que en la vida hay amigos íntimos, amigos, conocidos, adversarios, enemigos, enemigos mortales y... compañeros de partido. Los peores, para muchos, siempre estos últimos. Pero la política se alimenta, como ningún otro oficio, de estas pulsiones.