No deja de producir una carcajada general la petición del gobierno español y del PSOE reclamándole al juez Pablo Llarena que no se meta en política y que se limite a administrar justicia. Todo ello, después de que el magistrado del Tribunal Supremo haya arremetido contra el poder ejecutivo y legislativo por la reforma del Código Penal en su nuevo escrito de procesamiento del president en el exilio, Carles Puigdemont. Como dice el refrán, la risotada debe haberse oído hasta en Pernambuco, ya que el Supremo ha dado muestras de que está dispuesto a pasar por la trituradora la reforma del Código Penal y lo que se produce ahora no es otra cosa que algo que, lamentablemente, estaba escrito en el frontispicio de la nueva legislación penal. El Supremo encontraría la manera de darle la vuelta a lo que, supuestamente, pretendían los legisladores y no se apearía del burro en lo que fue su sentencia del procés y, sobre todo, su posicionamiento sobre los exiliados, muy especialmente sobre el president Puigdemont.

El poder judicial se ha hecho, en la práctica, con el Poder en España. Hay múltiples ejemplos de ello pero, si nos atenemos al caso que nos ocupa, ¿de qué sirve que el poder ejecutivo y el legislativo propongan modificaciones del Código Penal si el resultado práctico es que la justicia tiene vericuetos suficientes para que lo que se pretendía legislar acabe no aplicándose? Cierto que desaparece la sedición, pero Llarena intenta que la malversación se mantenga como antes de la reforma y que la rebaja de años de prisión entre uno y cuatro quede en papel mojado. Me consta la irritación del gobierno español y también de propulsores de la reforma del Código Penal, como el abogado y político Jaume Asens. Incluso entre los exiliados y los presos, la contundencia de Llarena en el pulso con el gobierno de Pedro Sánchez ha ido más allá de lo que ellos habían evaluado.

Pero el Supremo —la doctrina de Llarena no acabará siendo muy diferente a la que impondrá la Sala Segunda del TS que preside Manuel Marchena— hace tiempo que decidió en aras a imponer un escarmiento y preservar la unidad de España, llegar allí donde no llegaran los políticos. No quererlo ver es, simplemente, hacer política con una venda en los ojos. Por si faltaba alguna pincelada en el óleo que se está dibujando este viernes, la Fiscalía del Supremo ha filtrado que piensa recurrir el escrito de Llarena para acusar a Puigdemont de desórdenes públicos agravados. Nada ha dicho de la interpretación sencillamente estrafalaria de la malversación, sino de cómo se puede reforzar aún más la acusación contra el president en el exilio, juntándole un delito que Llarena cree que no es aplicable al decaer la sedición y no encajar en los hechos sucedidos: el de desórdenes públicos agravados.

No se sabe nada de si es una maniobra de los fiscales del Supremo —Javier Zaragoza, Consuelo Madrigal y el equipo que llevó el peso del juicio del procés— o una instrucción de más arriba, del fiscal general del Estado, Álvaro García. En cualquier caso, el Supremo va a dar la batalla para que su sentencia no se diluya, para que la persecución a Puigdemont y Comín siga en términos muy parecidos a los de 2017. Y habrá que esperar a ver cómo se mueven los pronunciamientos que se esperan de los tribunales europeos respecto a las prejudiciales solicitadas por Llarena y la causa sobre la inmunidad de los políticos catalanes que son eurodiputados. Esta foto final, que aún desconocemos, acabará siendo la madre de todas las batallas en la justicia europea y el marco que permitirá ver una imagen aún, hoy por hoy, muy difusa.

Y, en medio de todo ello, juicios aún pendientes y relacionados con los hechos de 2017, en los que hay afectados numerosos altos cargos de aquel momento, en que la interpretación de Llarena sobre la malversación puede dar al traste con el objetivo de la reforma del Código Penal y que, en algunos casos puntuales, no era otro que evitar su entrada en prisión.