Lo que debía ser una anécdota, los pitos a la alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, durante el pregón de la Festa Major de Gràcia, se ha acabado convirtiendo en un debate sobre el derecho de los concentrados a protagonizar una bronca a la primera edil de Barcelona. No deja de ser curioso que en un país y en una ciudad en que cualquier representante político es objeto en la calle del aplauso o el reproche de la ciudadanía, desde el rey hacia abajo, sea la alcaldesa de la capital catalana la que se permita hablar de actitud sectaria al comentar los hechos. La sonora pitada del sábado, que interrumpió su discurso nada más iniciarse, con una Colau que, visiblemente emocionada, no pudo evitar las lágrimas, se inició por parte de algunos representantes de las asociaciones del barrio que están disconformes con su gestión. Y tienen, naturalmente, todo el derecho a expresarse, dentro de los cánones de cualquier sociedad democrática que protege la libertad de expresión de sus ciudadanos.
Acostumbrada como está a huir de las críticas y recién superado el ecuador de su segundo mandato, es normal que Colau, que vive en Gràcia, se haya sentido entre desconcertada e irritada por la magnitud de la protesta. Jugar en casa y tener este resultado es doblemente doloroso. Es mucho más fácil estar en el bando de los que protestan y de los que desacreditan gratuitamente por un puñado de votos. El exalcalde Xavier Trias, si tuviera un carácter con menos bonhomía del que goza a sus 75 años, podría dedicar todo un capítulo de su biografía a cómo las mentiras de Colau, por las que nunca se ha excusado, propiciaron un vuelco electoral en la capital catalana en 2015.
Lo que la crítica política expresada en Gràcia tiene detrás es, quizás, el aviso de un cambio de ciclo en la política municipal con las elecciones previstas para mayo de 2023. Ahí sí está el problema para Colau, ya que en este distrito Barcelona en Comú fue primera fuerza política con el 23,83% de los votos y no un partido marginal. Pero su desastrosa gestión, que se inició con un pacto contra natura con el ex primer ministro francés Manuel Valls para impedir la alcaldía de Ernest Maragall, ha traído estos lodos de los que ella no quiere hacerse responsable. Después ha venido el despilfarro económico —donde ha pasado de un superávit heredado a una deuda de 800 millones a finales de 2020—, el conflicto con numerosos sectores económicos de la ciudad o la suciedad perfectamente visible en muchos rincones.
Eso es lo que debería preocuparle a la alcaldesa y no los pitidos recibidos, que, de alguna manera, van incluidos en el sueldo, ya que en los últimos años pocos son los gobernantes que en un momento u otro no se han encontrado en una situación similar y, lejos de hacer más grande la bola, han tendido, inteligentemente, a darle la mínima importancia. Porque buenos estaríamos si cada vez que un colectivo interrumpe un discurso se tuviera que llamar a capítulo a los que protestan por muy fuerte que lo hagan y por muy incómodos que sean. Estas son las reglas de juego.