Solo 48 horas después de que el Tribunal Supremo se saltara a la torera la ley de amnistía yendo claramente contra la voluntad del legislador, el Tribunal Constitucional, en este caso controlado por los socialistas, les está anulando o rebajando las penas a los dirigentes del PSOE andaluz condenados por el fraude de los ERE. En este lodazal llamado justicia, PP y PSOE se reparten los tribunales de manera impúdica y no acaba pasando nada. Unos titulares de periódico, unas declaraciones subidas de tono con acusaciones cruzadas y un poco más de descrédito de las instituciones españolas, aunque esto último parece importar más bien poco a todo el mundo. La gran pregunta nadie osa formulársela en Madrid y, al final, está en el centro del debate que no debería afectar solo a los catalanes al hablar de la ley de amnistía. ¿Puede el Tribunal Supremo ir contra la decisión del legislador y la voluntad de los representantes de la soberanía popular de conceder una amnistía a todos los implicados en los hechos del 1 de octubre de 2017?
Porque si se acepta esta premisa, no hay ley que se pueda sacar adelante si la justicia no está de acuerdo. Así de sencillo. Se argumenta, en voz baja, que si la ley hubiera estado mejor redactada, eso no habría pasado y el Tribunal Supremo no habría tenido más remedio que levantar las órdenes de detención de Puigdemont, Comín y Puig, así como cancelar la inhabilitación de Junqueras, Turull, Forcadell, Romeva y Dolors Bassa. Supongo que nadie puede pensar que los dirigentes independentistas y sus abogados son tan tontos como para acabárselo creyendo. Se puede utilizar este argumento como piel de plátano, para convencer al amplio bloque de ingenuos o de aquellos que siempre tienden a ver un punto de equidad cuando se trata de evaluar la actuación de la justicia española con los independentistas. Aquellos que ponen por delante frases como "es que lo que hicieron..." y olvidan que la amnistía no era un juicio sobre lo que hicieron, sino una reparación sobre el injusto castigo que tenían. Eso y nada más.
Dice el gobierno español que la ley de amnistía es clara y los jueces tienen que aplicarla. Tiene razón, aunque calle que para ellos, empezando por Pedro Sánchez, es un auténtico revolcón de dimensiones colosales. Ya sé que con un jugador de póquer como el presidente del gobierno también existe la posibilidad de que piense que ha hecho formalmente lo que ha podido y si no sale bien, tampoco le va mal. Con la autoestima tan alta que tiene, podrá explicar en petit comité que él es presidente desde el 2 de junio de 2018 —ya ha empezado su séptimo año— y los independentistas pasan el tiempo en la maraña judicial que ha tejido el estado español y que a cada paso que dan para intentar llegar a la meta, el final está dos pasos más allá.
El Supremo lo ha dejado meridianamente claro: acordad lo que queráis que, al final, la decisión será mía
Una última reflexión: ya se debe poder decir que la ley de amnistía es el último fiasco de los acuerdos con el estado español. Se repite, a otro nivel, lo que ya sucedió con el Estatut: lo que se acuerda en las Cortes generales entre unos y otros, el Tribunal Supremo o el Tribunal Constitucional lo acaba trinchando. No hay una gran diferencia entre acordar las cosas o no, porque el final siempre es negativo. No tiene valor alguno el acuerdo político, ya que la justicia lo acabará rectificando y dejándolo en papel mojado. Que eso suceda, además, en plena investidura de un candidato a la presidencia de la Generalitat, acaba siendo un ejemplo más de la fiabilidad de los acuerdos que se puedan alcanzar. No sé muy bien, por ejemplo, quién se va a creer en Catalunya, más allá de los que necesiten creérselo, que el gobierno español va a llegar a una financiación singular de Catalunya o un concierto económico para facilitar la llegada de Salvador Illa al Palau de la Generalitat.
El Supremo lo ha dejado meridianamente claro: acordad lo que queráis que, al final, la decisión será mía. Y siempre acaba habiendo un camino para judicializarlo todo, como el tiempo ha demostrado. A lo mejor el mensaje que está enviando Madrid es que los acuerdos se han de hacer en otro palacio, porque con la Moncloa el final siempre es el mismo.