Estamos, sin duda, ante la mayor escalada de tensión entre España e Israel desde que tuvo lugar el restablecimiento de relaciones diplomáticas, el 17 de enero de 1986. España también ha abierto una crisis inédita con Argentina, fruto de la intensidad verbal entre ambos gobiernos, en la que participó primero el ministro Óscar Puente y prosiguió el mismo presidente argentino, Javier Milei, con ataques directos a Begoña Gómez, la mujer de Pedro Sánchez, a la que tildó de corrupta. Fruto de esta confrontación, España decidió retirar su embajadora en Argentina en medio de una enorme preocupación de las empresas españolas que operan en aquel país. El ministro de Asuntos Exteriores, José Manuel Albares, afirmó, al justificar su decisión, que lo hacía porque se trataba de un hecho sin precedentes en la historia de las relaciones internacionales. En otro escenario próximo, el norte de África, se ha producido un progresivo distanciamiento entre España y Argelia que comenzó hace dos años, cuando se hizo público el contenido de una carta en la que Madrid respaldaba la propuesta marroquí sobre el Sáhara Occidental. El comercio continúa bloqueado y el futuro no pinta bien con un país importante para el suministro de gas.
Son tres ejemplos, podría haber más, de cómo se gestionan de un tiempo a esta parte las relaciones internacionales, que, sobre todo, requieren diplomacia, tacto, prudencia y mucho diálogo. Cada uno de los casos tienen su análisis concreto y debe ser estudiado cuidadosamente, ya que las cosas no son necesariamente blanco o negro, sino que por en medio hay una amplia gama de colores. En mi opinión, sin embargo, lo más preocupante es cómo se tensiona todo de una manera imprudente y sin tener en cuenta las consecuencias que se derivan. En el caso de Israel, por ejemplo, el presidente Sánchez, en plena escalada política que puede acabar derivando en un problema para la seguridad española, ha decidido reconocer este mismo martes en el Consejo de Ministros el Estado de Palestina. Siempre ha habido un consenso de que este debía ser el objetivo final para solucionar el conflicto, pero la cuestión es si ayuda o no ahora a resolver el problema y cuáles van a ser los perjuicios de una decisión así. También si eso se hace por puro electoralismo de Sánchez para aglutinar alrededor del PSOE votantes de las elecciones europeas del 9 de junio que, en otras condiciones, se decantarían por Sumar o Podemos.
La cuestión es si reconocer ahora a Palestina ayuda o no a resolver el conflicto y si Sánchez lo hace por puro electoralismo
Se arguye por parte del gobierno español que lo hacen también Noruega e Irlanda el mismo día y que se pretende dar un impulso que remueva conciencias en Europa para que este 28 de mayo sea un día histórico en el camino hacia una convivencia pacífica y segura en Oriente Medio. Pero España tiene unas condiciones objetivas que nada tienen que ver con Noruega o Irlanda, como es bien sabido. Lo importante es que otros estados como Francia, Reino Unido, Alemania, Italia o Estados Unidos no están en esta posición. Estos estados y muchos otros importantes dicen que reconocerán un estado palestino sólo como parte de una solución política a largo plazo al conflicto a través de la conocida como "solución de los dos Estados", en la que tanto israelíes como palestinos acuerden tener sus propios estados con sus propias fronteras. ¿No podía haber esperado España y alinearse con los países que le son pares? ¿Se puede adoptar esta decisión con una división tan fuerte en el Congreso de los Diputados?
El actual gobierno español se ha acostumbrado a tratar la política internacional como si abordara la política doméstica: escalando la tensión y creando una zanja de separación casi irreconciliable con sus adversarios políticos. No es el único, ciertamente. El Partido Popular no le va a la zaga y en muchos asuntos se maneja con un alto grado de irresponsabilidad y con una apropiación de aspectos sustanciales del estado de derecho que no le corresponden. Ahí está su bloqueo en la renovación del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) donde se ha llegado a la friolera cifra de 2.000 días. Algo insólito en un estado democrático y en cuyo conflicto ha tenido que intervenir el comisario de Justicia de la Comisión Europea. Pero la política internacional deja secuelas que duran décadas y es un error practicarla con prepotencia y viciando las relaciones.