Lo que el gobierno español aseguraba que no iba a pasar ha vuelto a pasar: el IPC del mes de junio ha escalado hasta los dos dígitos y se ha situado en el 10,2%, una cifra a todas luces inasumible por cualquier economía y mucho menos en medio de la destartalada situación que atraviesa el gobierno de Pedro Sánchez. Desde abril de 1985 no se había visto un IPC de esta dimensión y de ello hace la friolera de 37 años y dos meses. Aunque una parte importante de la subida es consecuencia del precio de la gasolina y la alimentación, hay que prestar mucha atención a un dato complementario como es la inflación subyacente —la inflación reflejada por el índice de precios al consumo cuando este no toma en cuenta ni los productos energéticos ni los alimentos sin elaborar— que ha subido seis décimas, hasta el 5,5%, la más alta desde el año 1993.
Es necesario señalar, porque muchas veces se olvida decírselo así a la gente, que la inflación no hace otra cosa que restarnos poder adquisitivo en la cesta de la compra o erosionar el valor de nuestros ahorros. Y corregirlo debería ser, en consecuencia, la primera prioridad tanto del gobierno español como del catalán. No es posible aumentar indefinidamente el gasto público en las actuales condiciones y los gobiernos deberían replantearse, como hace cualquier particular o cualquier empresario, propuestas políticas, sin duda muy bien intencionadas, pero difícilmente encajables en la actual situación económica. Ya sé que no hay gobernante que sepa decir que no a una demanda largamente esperada, porque tiene mucho de impopular y es electoralmente peligroso. Hay suficientes precedentes del coste que tuvo para algunos políticos y no hace tantos años.
Pero el horizonte que se dibuja a partir del mes de septiembre es el de una tormenta perfecta. Con la guerra en Ucrania fruto de la invasión de Vladímir Putin necesitando de recursos económicos conforme a los acuerdos suscritos con Zelenski y Rusia recortando el gas a los países que aún no lo ha hecho. La consecuencia de todo ello sería un precio de la gasolina aún bastante superior al que hay actualmente y dificultades en algunos países como Alemania con la entrada del invierno. Muchos son los que piensan que no se llegará a este extremo y que la política o la diplomacia reconducirá lo que hasta la actualidad no ha hecho, pero lo cierto es que la incerteza es alta y cuando uno conversa con las diferentes cancillerías europeas lo que encuentra es un alto pesimismo no exento de una cierta preocupación por sentirse como conejillos de indias en el pulso entre Estados Unidos y China.
En este contexto, tampoco es tan extraño que el gobierno español haya forzado la dimisión del presidente del Instituto Nacional de Estadística (INE) con el objetivo de establecer un cálculo diferente del IPC y del PIB. No será matando al mensajero que se solucionará el problema de la economía española. Ni tampoco se conseguirá maquillando las cifras, ya que el negro panorama es el que es. El hecho de que el Gobierno haya preferido cargar con el coste que supone cesar un alto cargo y llevar a cabo una injerencia en la independencia del instituto es una muestra de que el objetivo es tratar de vender una verdad diferente para aminorar el impacto ante el preocupante invierno. Porque la realidad es demasiado dura y quizás ha llegado la hora de que nos la empiecen a explicar.