No ha tratado especialmente bien a Pedro Sánchez la prensa europea después del varapalo del Tribunal Constitucional y el alineamiento de la Comisión Europea con dicho organismo. El pronunciamiento de Bruselas, que ha actuado con escasos miramientos con el Gobierno español y reprochándole no haber consultado las partes interesadas, incluido el poder judicial, a la hora de reformar por la vía exprés el Código Penal, en lo que afecta a la renovación del TC, ha dejado una estela de contundentes comentarios. Me he quedado con el del diario Die Zeit, seguramente el medio alemán de mayor predicamento detrás del Frankfurter Allgemeine Zeitung, que con una rotundidad poco habitual habla de que España está inmersa una profunda crisis institucional, mientras el potente grupo RND, próximo a los socialdemócratas alemanes, habla abiertamente de una crisis sistémica en España y pone como ejemplo que los magistrados conservadores y los progresistas hagan reuniones por separado como si no fueran miembros de un organismo tan importante como el TC, sino un club de debate político.
Habría otros ejemplos, pero no modifican la percepción que se ha instalado y el fango en que parece haberse situado la separación de poderes en España. El gobierno Sánchez, renqueante por la banderilla que le ha clavado Bruselas, trata de devolver el debate al terreno de juego doméstico. Tiene cartas a su favor, la más importante el bloqueo que ha llevado a cabo el Partido Popular durante toda la legislatura de cualquier renovación de los órganos judiciales, primero del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) y más tarde del TC. Pero en política, como en otros órdenes de la vida, las formas son importantes y no es recomendable entrar por la puerta de atrás y ponerlo todo patas arriba. Y creer, además, que nadie se va a dar cuenta.
Hay mecanismos parlamentarios a seguir y el camino no eran unas enmiendas. Puede ser, como quiere el Gobierno, una proposición de ley que tendrá un desarrollo parlamentario de alrededor de un mes y confiar en que no surjan interpretaciones sobrevenidas que, en España, nunca son descartables. Ya hemos visto tantas cosas que nada es imposible. El inconveniente, y eso ya lo valoró el PSOE en su día, es que quería arrancar el año libre de polvo y paja de temas conflictivos y dedicarse a la vuelta de Reyes exclusivamente a la campaña de las elecciones municipales. Y eso ya es seguro que no va a poder ser porque la carpeta no se podrá cerrar hasta febrero.
Pero al Gobierno seguro que le vale la pena imponer la renovación del TC, aunque deje más plumas de las previstas inicialmente, por dos razones. En primer lugar, por una cuestión de autoridad y no volver a la posición de salida y desautorizado por todo el mundo. En segundo lugar, porque están pendientes de sentencia en el Constitucional leyes muy importantes, aprobadas por este Gobierno, y que solo un nuevo Tribunal es garantía de que no queden encalladas durante un tiempo indefinido y que siempre sería hasta la llegada de un nuevo ejecutivo. Eso es algo que el gobierno del PSOE y de Unidas Podemos no puede permitirse, ya que desmontaría una parte del trabajo parlamentario realizado y que ha sacado con una mayoría progresista. Todas ellas son de un fuerte componente social, como el recurso presentado en 2010 contra la ley del aborto impulsada por el gobierno Zapatero, o el más reciente a la ley de la eutanasia. Pero además hay la ley educativa, la LOMLOE, también conocida como ley Celaá, por ser la ministra que logró su aprobación.
Este calendario y el bloqueo del PP es lo que ha llevado al PSOE a modificar la ley del TC, que fija mayorías muy cualificadas para la renovación de sus miembros, y el Gobierno pretende dejar en mayorías simples. Eso justifica este pulso sin precedentes y solo propio de un estado acostumbrado a saltarse las normas para conseguir sus objetivos.