El impulso de las encuestas que catapultan al Partido Popular hacia la Moncloa en las próximas elecciones españolas no ha sido suficiente, este martes, para que Alberto Núñez Feijóo se impusiera a Pedro Sánchez en el primer cara a cara que han celebrado en el Senado, la única cámara legislativa en que pueden confrontarse, ya que el político gallego no dispone de un acta de diputado. Sánchez ha estado muy superior gracias al reglamento que le concede un tiempo ilimitado, a la experiencia parlamentaria que le da unas tablas en estos debates que Feijóo no tiene, a la agresividad dialéctica de la que hizo uso, ya que necesita debilitar la figura del presidente del PP y, seguramente, a tenerlo todo perdido y presentar a su adversario como el representante de las grandes empresas como si él fuera, utilizando el lenguaje de Alfonso Guerra, el representante del partido de los descamisados.
Aunque el debate parlamentario era sobre las medidas energéticas, enseguida se vio que esta era más la excusa que el objetivo. Sánchez demostró que el parlamentarismo es un oficio y que él lo tiene y, como todo buen superviviente, con cuatro mimbres tiene suficiente para desarbolar a su adversario. Más si este no ha preparado a fondo una intervención y quiere surfear sobre la crisis del PSOE, los pactos parlamentarios del gobierno español con Esquerra y con Bildu, y tiene como única propuesta un envenenado ofrecimiento a Sánchez para que abandone a sus aliados y se eche en manos del Partido Popular. Eso no va a pasar y menos antes de las elecciones generales. Después, la aritmética decidirá. Lo más curioso del caso es el mantra de un gobierno español haciendo concesiones al independentismo catalán. Es una gran falacia, pero acaba teniendo resultado en Madrid: hay un caldo de cultivo dispuesto a creérselo, aunque la realidad sea muy diferente. Pero el relato tiene su importancia y aquí los medios de Madrid son imbatibles a la hora de propagar una mentira.
Pedro Sánchez ha renunciado al centro político y se va descaradamente a la izquierda con dos mensajes: su gobierno es el Robin Hood contra la riqueza desmesurada de las grandes empresas, sean bancos o energéticas, y no habrá en los próximos meses escenas apocalípticas como consecuencia de la guerra de Ucrania porque PSOE y Unidas Podemos han hecho los deberes. Ha dejado atrás su nada indisimulada alianza de antaño con los poderosos a los que citaba una y otra vez en la Moncloa y ahora quiere ir a por los votos a la izquierda de los socialistas y los desmovilizados por la política a veces neoliberal que Sánchez ha aplicado en varios momentos durante estos años. Al centro volverá, en todo caso, si se hace con el paquete significativo del antiguo granero de votantes socialistas que, como se ha visto en las últimas elecciones —sobre todo en Andalucía—, le han dado la espalda.
En este giro político, el PSOE trata de reafirmar posiciones perdidas no solo como referente de la izquierda, sino como partido defensor de la unidad de España y de represión al independentismo. De ahí que no hace tantas fechas recuperara sus galones como cooperador necesario de Mariano Rajoy para aplicar el 155 y la consiguiente supresión del Govern de Carles Puigdemont y de la autonomía catalana; que su gobierno haya estado detrás del espionaje con Pegasus —oficialmente reconocido, al menos, una parte—; más recientemente, el ministro del Interior, Fernando Grande-Marlaska, no haya tenido ningún empacho en declarar que era "legítimo, idóneo y oportuno" infiltrar a agentes en movimientos juveniles para captar información y justificarlos en "las acciones violentas del independentismo". ¿Se puede ser insensible a esta arbitrariedad —seguramente, también ilegalidad— mientras un informe del ministerio vincula independentismo y terrorismo? ¿Es suficiente con una mera declaración por contundente que sea? ¿Es eso hacer política?