Cualquiera que hubiera conocido a Fermí Puig podría explicar mil anécdotas. El cocinero, nacido en Granollers y que hizo carrera en Barcelona, triunfó en una disciplina nada fácil, donde la competencia es mucho mayor a la que uno desde fuera puede imaginarse. Pero su verdadero éxito no fue entre los fogones, ni cuando sentaba cátedra sobre el Barça y el cruyffismo, ni cuando explicaba apasionadamente el país que Catalunya tenía que llegar a ser, ni cuando defendía la lengua y la cultura catalanas, ni cuando actuaba de divulgador de la cocina catalana. Lo que le hacía único, especial, querido y admirado era su inabarcable humanidad. Un don y una sabiduría al alcance de muy pocos, y menos en los tiempos presentes, en que las cosas acostumbran a ser presentadas como blanco o negro.
El escritor ampurdanés Josep Pla, seguramente, hubiera trazado su retrato en uno de sus Homenots, en la versión final de los 60 personajes recogidos entre los años 1969 y 1975. En aquellos cuatro volúmenes, recogía la semblanza de todos aquellos que habían dejado huella en disciplinas diferentes, como la cultura, la política o la economía, y que, en su conjunto, ofrecían una visión completa del país. Su saber era enciclopédico, su información era desbordante y su curiosidad, ilimitada. Quizás estas pinceladas de Fermí ayudan a entender cómo es posible que la muerte de un cocinero haya despertado sentimientos tan coincidentes entre gente tan diferente y se haya convertido en un homenaje espontáneo que ha desbordado las fronteras naturales.
Lo que le hacía único, especial, querido y admirado era su inabarcable humanidad
Su talento profesional le situó, con 40 años, al frente del Drolma, en el primer piso del Hotel Majestic, el restaurante más emblemático y lujoso que ha tenido Barcelona, junto al Via Veneto. El Drolma, situado en pleno passeig de Gràcia, estuvo abierto entre junio de 1999 y agosto de 2011, en una experiencia novedosa en aquellos años de la familia Soldevila, que aspiraba a que un hotel de cinco estrellas contara con un establecimiento gastronómico galardonado por la guía Michelin, como otros hoteles de renombre en el mundo. Como en la actualidad sucede con el Meurice, el Plaza Athenee o el George V en París; el Dorchester y el Connaught en Londres o el Condes de Barcelona, por citar algunos de mucho renombre.
El Drolma, de la mano de Fermí en los fogones y de su inseparable Alfred Romagosa en la sala, logró enseguida la primera estrella, en el año 2002, e hizo sobrados méritos para lograr la segunda, algo que hubiera sido un justo premio a un templo gastronómico excepcional. En aquellos años, no había un sitio en Barcelona comparable al Drolma. Pero la segunda estrella no llegó, la familia Soldevila se impacientó y, allí donde había un restaurante irrepetible, la propiedad optó por remodelar la planta, y la sala —que en aquella primera década del siglo había presenciado situaciones inimaginables, y que hoy, algunas, forman parte de la leyenda— se transformó en unas suites de lujo sobre el passeig de Gràcia.
El cocinero encaró con deportividad la decisión de la propiedad del Majestic y planificó cuidadosamente su nueva aventura, que sería el Restaurant Fermí Puig de la calle Balmes 175, donde ha desplegado estos últimos años todos sus conocimientos en un lindo espacio de autor que era un homenaje a todo lo que amaba: la cocina, el Barça, el país, la comunicación y sus amigos, que no eran solo aquellos a los que Puig consideraba amigos suyos, sino una legión de conocidos que se consideraban amigos del Fermí. Porque él era así. Siempre dispuesto a que su casa fuera tuya mientras te servía un espacio mágico gastronómico y, al acabar, tú de comer y él de cocinar, una interminable tertulia improvisada.