Es del todo imprudente, por utilizar un calificativo suave, la decisión del fiscal general del Estado de no dimitir después de que el Tribunal Supremo le haya abierto una causa por revelación de secretos. Lo de menos es que la persona afectada sea Alberto González Amador, la pareja de Isabel Díaz Ayuso, la presidenta de la Comunidad de Madrid, y que hiciera referencia a la investigación de fraude fiscal y a su supuesto acuerdo, en el que aceptaba ocho meses de prisión y pagar 525.000 euros para evitar el juicio. En cambio, es verdaderamente nuclear que Álvaro García Ortiz asuma que, como fiscal general del Estado, no puede, ni debe, continuar en el cargo, ya que al ser un importante engranaje de la justicia no puede ser arte y parte en su proceso penal. Eso sin tener en cuenta la imagen que se acaba trasladando a la ciudadanía de que no pasa nada si el fiscal general está imputado por el TS, con lo que acaba convirtiéndose en normal una agria situación que se produce por primera vez en la historia.
Aquí no se trata de realizar un proceso paralelo a García Ortiz en el que dimisión es equivalente a culpabilidad. Será el Supremo el que emita la sentencia definitiva. Más bien lo que se debate es si su continuidad daña o no a la Fiscalía, y está fuera de toda duda razonable que es así. No hace falta que sea la Asociación de Fiscales quien lo diga. Lo dice el sentido común, que continuar en el cargo solo se puede interpretar como una voluntad de mantener el control de la institución en su propio interés. ¿Cómo se combina la defensa del ciudadano Álvaro García Ortiz con la del Ministerio Fiscal en defensa de la legalidad? Es obvio que hay un choque de intereses que hace imposible discernir una cosa de la otra. Aceptar lo contrario es más propio de países a los que no nos tendríamos que parecer, en que se protegen intereses individuales por encima de los colectivos.
García Ortiz no puede continuar en el cargo porque no puede ser arte y parte en su proceso penal
La defensa acérrima del Gobierno al fiscal general consigue trasladar el efecto contrario al seguramente deseado. Politiza la institución al máximo, ya que se puede creer en su inocencia y pedirle que se aparte del cargo. Hace justo lo contrario, ya que le muestra su total respaldo basándose en que dijo la verdad respecto a la situación de la pareja de la presidenta de la Comunidad de Madrid y, por tanto, desmentir un bulo propagado por un delincuente confeso y por su pareja no es sancionable. Esa argumentación política de Bolaños es buena como explicación en una barra de bar, pero tiene poco que ver con una posición jurídica seria, y solo es comprensible en el clima de podredumbre en que se ha instalado la política española. Y en el que parece que la renuncia del fiscal general es básicamente perder un peón en la batalla judicial que envuelve al PSOE y ceder algo más que una pieza en el tablero de ajedrez entre socialistas y populares.
Conducir todos los asuntos públicos al terreno de la judicialización ha dejado desprotegida la política. Ahora, mucha más gente lo ve más claro que estos últimos años. Todo transcurre en los tribunales, convertidos, en muchos casos, en la última cámara de decisiones políticas. Pero se aceptó desde las dos principales fuerzas políticas españolas que esto fuera así, cuando se propagaba que era la mejor manera de hacer entrar en razón a los independentistas. Hubo prisiones y exilio primero, se aprobó en el Congreso la ley de amnistía más tarde, y aquí andan decenas y decenas de independentistas que se aplique, mientras el Supremo hace de su capa un sayo y no acaba pasando nada. En este contexto, pues claro que a lo mejor el caso del fiscal general del Estado acaba en nada. Pero eso será más adelante y no le exime de la obligación de tener que dejar el cargo.