Después de que fuéramos convenientemente informados por el juez Pablo Llarena de que la posición del Supremo, que iba a marcar en las nuevas órdenes de extradición del president Carles Puigdemont y los consellers Toni Comín y Clara Ponsatí, iba a consistir en pasarse por el forro la reforma del Código Penal y aplicar la pena de prisión de hasta 12 años del texto anterior, y no la de uno a cuatro años de cárcel del actual, ha llegado este miércoles el turno de la Fiscalía. Había interés por conocer si los cuatro fiscales de la sala segunda del Supremo en el juicio del procés —Javier Zaragoza, Consuelo Madrigal, Jaime Moreno y Fidel Cadena— compartirían la interpretación de Llarena habida cuenta de la escala de mando existente en la Fiscalía y que, por jerarquía, llega hasta el fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz, de 56 años, fiscal de sala desde 2021 y desde el pasado mes de agosto máximo responsable del ministerio fiscal. Un currículum falto del pedigrí de los pata negras del Supremo, como el mismo Zaragoza, fiscal de sala desde 2005 y jefe de la Fiscalía de la Audiencia Nacional entre 2006 y 2017.
Se puede asegurar que el escrito de los fiscales del Supremo no ha decepcionado a su público: acepta como buena la estrafalaria interpretación de Llarena sobre la malversación y discrepa del juez del Supremo en que a Puigdemont, Comín y Ponsatí no se les aplique el delito de desórdenes públicos agravados. Alegan los fiscales que al desaparecer el delito de sedición es el que se les debe aplicar, con una petición de pena entre tres y cinco años de inhabilitación especial para empleo y cargo público por el mismo tiempo cuando se cometan por una multitud cuyo número, organización y propósito sean idóneos para afectar gravemente al orden público. En caso de hallarse los autores constituidos en autoridad —que es el caso— la pena de inhabilitación será absoluta por tiempo de seis a ocho años. ¿Y cuál es el resultado de esta interpretación de la Fiscalía? Pues que si sumamos los 12 años de malversación y los cinco de desórdenes públicos agravados, podríamos estar ante una petición del ministerio fiscal de hasta 17 años de prisión para el president Puigdemont.
Bienvenidos todos al mundo terrenal y a los juegos de manos de Pedro Sánchez. Ofreció una modificación del Código Penal, sumó unas mayorías parlamentarias para ello y estamos —ojalá no acabe así— en lo más parecido a aquella frase del president Jordi Pujol cuando se empezó a negociar un nuevo Estatut con el president Pasqual Maragall en la Generalitat. "Cuidado que no nos acabemos disparando un tiro al pie", sentenció y no erró su pronóstico tras la sentencia de Tribunal Constitucional. El escrito de los fiscales del Supremo ha contado con el aval de la Fiscalía General del Estado y el silencio del gobierno español y de La Moncloa. Conociendo a Pedro Sánchez, que siempre juega lo contrario de lo que promete, es muy probable que, en estos momentos, se esté encogiendo de brazos ante los que le reclaman explicaciones y se limite a decir que él ya ha hecho todo lo que podía.
Lamento ser pájaro de mal agüero y apuntar que esto del juez Llarena y de los fiscales del Supremo ya se veía venir. No hacía falta jugar con información privilegiada, sino conocer mínimamente el funcionamiento del estado español. Alguien me decía este miércoles, ¿pero cómo puede hacerle esto la justicia a Pedro Sánchez? No tengo una respuesta, aunque creo que la pregunta está mal formulada. La realidad es que el gobierno español ha perdido el control de la reforma del Código Penal desde que fue aprobada por las Cortes y el Supremo siempre tuvo claro que Sánchez no se la metería doblada enmendándoles su sentencia por la puerta de atrás. Defendería su fallo como fuera, haría lo que espera el Madrid político y mediático, y de paso demostraría que son ellos los que mandan, el poder judicial y no el ejecutivo o el legislativo.
Y Sánchez, hecha la reforma con la izquierda, igual se muere de ganas de que la historia le señale como el presidente que consiguió la entrega de Puigdemont. Quién sabe. En su situación de debilidad, para ganar unas elecciones debe estar dispuesto a hacer lo que haga falta.