La manifestación celebrada este martes, con salida en el Pla de Palau y finalización en la plaça de Sant Jaume, que ha convocado la ANC contra el Govern de la Generalitat, es el enésimo episodio de la división que padece el independentismo catalán, que lejos de encararse con voluntad de llegar a un consenso, está derivando en una guerra fratricida de muy difícil solución. Partidos independentistas contra partidos independentistas, entidades independentistas contra entidades independentistas, y líderes políticos alimentando esta fractura con un alto grado de irresponsabilidad. Se tiene que poder decir que por este camino no se va a ningún sitio más que al fracaso y el empequeñecimiento del movimiento.
Desde el primer momento, y para eso está la hemeroteca, me ha parecido que la reforma del Código Penal, la supresión del delito de sedición y la modificación del delito de desórdenes públicos agravados es peligrosa y tramposa. Peligrosa porque aunque la voluntad del legislador sea acabar con un delito que data de 1822 y que se ha mantenido igual en todas las modificaciones del Código Penal, lo cierto es que el redactado de la proposición presentada por el PSOE y Unidas Podemos, con el aval de Esquerra Republicana, PNV y Bildu, puede comportar una criminalización de la protesta, como han señalado numerosos juristas. Y tramposa porque cuesta pensar que el objetivo del gobierno de Pedro Sánchez no sea traer de regreso a España al president Carles Puigdemont con la modificación de la sedición cuando los socialistas lo repiten un día sí y otro también.
Pero de eso a pedir por esta polémica, aun en trámite parlamentario en el Congreso de los Diputados y pendiente de la presentación de enmiendas, la dimisión del president Pere Aragonès y del Govern de la Generalitat hay un trecho. La distancia que va entre la responsabilidad de exigir a todos los actores independentistas la búsqueda de espacios de consenso, frente a la escalada irresponsable hacia un desencuentro definitivo que refleje la incapacidad del movimiento para gestionar un resultado exitoso y quizás irrepetible en mucho tiempo en las urnas en febrero de 2021. La salida de Junts per Catalunya del Govern ha tenido consecuencias, como era previsible. Y, por ahora, ninguna satisfactoria: su proyecto político no ha ganado musculatura y parece que donde más cómodos se encuentran es protestando en la calle, un camino, hasta la fecha, casi exclusivo de la CUP.
Pasar en solo ocho semanas de formar parte de un gobierno de coalición con Esquerra a manifestarse en su contra es poco creíble, aunque ninguno de los consellers que formaron parte del Govern estuvieran en la plaça de Sant Jaume. El hecho de que los manifestantes llenaran la plaça de Sant Jaume con varios miles de personas —más de 10.000 según los organizadores y 4.600 según la Guardia Urbana— es un reflejo de que el malestar existe. Lo mismo sucede con el hecho de que más de 60 entidades apoyaran la manifestación. Pero otras, como Òmnium Cultural, que está en contra de la modificación del delito de desórdenes públicos, no.
Esquerra y Junts no deben continuar con esta deriva cainita que va a tener, sin duda, consecuencias en los pactos municipales. Solo es cuestión de tiempo. Menos de medio año.