En el plazo de una semana, el Tribunal Supremo y el Tribunal Superior de Justícia de Catalunya han emitido sendas resoluciones anulando manifiestos de la Universitat de Barcelona (UB) y de la Universitat Politècnica de Catalunya (UPC) relacionados con el procés independentista. En el primer caso, hecho público a finales de la pasada semana, el Supremo confirmó la nulidad de la resolución del claustro de la UB, de octubre de 2019, en la que condenaban la sentencia del juicio del procés por entender que el claustro universitario es un órgano de gobierno representativo de una comunidad universitaria plural y que, en consecuencia, no puede adoptar acuerdos que se tengan como voluntad de la Universidad y que se refieran a cuestiones de naturaleza política o ideológica, propias del debate social y político, ajenas al objeto y funciones de la universidad y que dividen a la ciudadanía.
En el caso de este lunes, el TSJC confirma la anulación del acuerdo que adoptó el claustro de la UPC, el pasado mes de septiembre de 2021, que publicó un manifiesto en el cual mostraba su rechazo contra las fianzas impuestas por el Tribunal de Cuentas a más de una treintena de líderes del procés por gastos de promoción exterior de la Generalitat que imputaban campañas publicitarias relacionadas con el referéndum del 1 de octubre de 2017. De esta manera, el TSJC da por buena la sentencia del juzgado contencioso-administrativo número 13 de Barcelona, que en marzo de este año resolvía declarar nulo este manifiesto.
Llama poderosamente la atención la entrada de los tribunales en los manifiestos de sendas universidades que casualmente tienen que ver con el apoyo a las tesis de maltrato político y económico a los líderes independentistas de 2017. Como si nada se le quisiera escapar a la justicia en España aunque sea llevando a cabo fallos —en mi opinión discutibles— contra manifiestos, ya que los equipos rectores de las universidades tienen derecho a emitir pronunciamientos sobre situaciones que van más allá de su ámbito de gestión. De no ser así, se está limitando una parte de lo que también debe ser papel de las universidades y que no es otro que expresarse con libertad ante situaciones que también las afectan y es obvio que los hechos de 2017 tenían una incidencia enorme en el territorio catalán. Desde este punto de vista, conocer cuál es su pensamiento, que obviamente nunca puede ser unánime, es un elemento informativo importante para toda la comunidad universitaria que es a la que, finalmente, se deben y ante la que responden más allá de su gestión administrativa.
Hay también una circunstancia que no se nos debería pasar por alto: la calidad democrática de un país que entra hasta en el más mínimo detalle de situaciones que tienen mucho que ver con la libertad de expresión. En este sentido, es grave lo que ha sucedido con la Universitat de Barcelona y con la Politècnica y es preocupante el silencio que ha acompañado la decisión de los tribunales. Estamos dando por bueno que la justicia sea un espacio de oposición a decisiones que se adoptan en los parlamentos o en las universidades, estableciendo una serie de obstáculos y tratando de imponer una extraña ley del silencio. Cuando eso sucede en las universidades, que son un espacio de libertad, de enseñanza y de formación, la cosa acaba siendo especialmente grave. Demasiado blanco y negro, más propio del mundo del pasado que del presente, por más que nos cueste —muchas veces, cada vez más— reconocer en el siglo en el que vivimos.