Por cuarto año consecutivo, el aeropuerto de Barcelona-El Prat se encuentra inmerso, en pleno inicio de las vacaciones estivales, en serios problemas. En esta ocasión son problemas laborales, que deterioran la imagen del aeropuerto como infraestructura de bandera del país; la de Catalunya, como lugar de salida y llegada de un ingente volumen de pasajeros extranjeros, y también afecta de una manera decisiva a la economía catalana, ya que el turismo es fundamental. Y la pregunta siempre es la misma: ¿Cómo es posible que los problemas, sean de la índole que sean, siempre afectan al Prat cuando el sistema aeroportuario español es tan centralizado en la toma de decisiones? Qué más da que el aeropuerto se llame Barcelona-El Prat o Josep Tarradellas, como lo ha bautizado oficialmente el gobierno de Pedro Sánchez. El nombre no hace a la cosa, ciertamente, y tampoco lleva un pan bajo el brazo en cuanto a inversiones se refiere.
En esta ocasión, son los trabajadores de tierra de Iberia Handling los que se han declarado el huelga. ¿Y por qué no en Barajas, Palma, Málaga o cualquier otro aeródromo? Respecto a Madrid, es bien sencillo: Iberia tiene 2.000 trabajadores para cada mil operaciones en Barcelona y en Madrid la ratio es de 7.000 para cada 1.300 operaciones. Es así de sencilla la situación —y de incomprensible— y la que justifica el estrés de los empleados. Y aunque el conflicto estaba anunciado hace un año se ha llegado a esta situación en buena medida por desidia de la empresa. Así, incluso puede parecer anormal que el aeropuerto de Barcelona sea el que aporte la parte más importante de los beneficios del gestor aeroportuario.
La historia de los últimos años no puede ser más terrorífica. En el verano de 2016, Vueling protagonizó unos de los mayores caos en el aeropuerto de los últimos años. Overbookings, retrasos interminables, cancelaciones, falta de información durante horas... La compañía se vio obligada a reorganizar en octubre toda su cúpula directiva tras los errores cometidos y el profundo malestar generado.
En 2017, los problemas se iniciaron antes, en Semana Santa, con las aduanas colapsadas por los nuevos controles de pasaportes. Los problemas se alargaron durante semanas y afectaron también a las vacaciones de verano. En total, semanas de horas y horas de colas y un colapso generalizado que concluyó con el envío de nuevas máquinas y un refuerzo de agentes en los controles de pasaportes. Un año más también el caos operativo de Vueling.
El pasado verano fueron los controladores de Marsella unidos a la falta de controladores en Barcelona lo que acabó provocando un embudo en el centro de control de Gavà, donde se regula el tráfico aéreo que sobrevuela el arco mediterráneo. Durante meses, estuvo el aeropuerto entre los diez con más retrasos del continente e incluso en algún mes como mayo se colocó en la primera posición del ranking.
En las próximas semanas, El Prat vivirá la evolución del actual conflicto y la huelga de los vigilantes de seguridad a partir del día 9. No es la primera vez que la gestión de las infraestructuras del Estado en Catalunya acaba provocando una situación insostenible. Aeropuerto y Renfe-Rodalies acaban siendo una tortura para los ciudadanos y un daño enorme para la economía catalana. Valdría la pena de una vez por todas que se dijera basta por parte de partidos y organizaciones empresariales. Desde hace demasiado tiempo ya no es soportable esta situación que nada tiene que ver con la independencia y que mucho tiene que ver con un estado que ha hecho dejación de los intereses de los catalanes. Es, simple y llanamente, esto.