Más de ocho años han pasado desde que un grupo de ultras entraron en la librería Blanquerna de Madrid mientras se celebraban los actos de la Diada Nacional de Catalunya. Era un 11 de septiembre de 2013 cuando una quincena de personas con banderas españolas preconstitucionales irrumpieron violentamente en la delegación de la Generalitat en Madrid agrediendo a varios de los presentes. Por suerte, los heridos solo fueron leves y los destrozos de material que realizaron se subsanaron unos días después. Pero aquellas imágenes de ultras de la Falange y de Alianza Nacional, vistas años después, aun expresan un odio y una violencia que pone los pelos de punta.
Pues bien, la sección 30 de la Audiencia Provincial de Madrid ha dictado finalmente la interlocutoria para diez de los catorce condenados por los hechos y su ingreso en prisión se producirá en la primera quincena de diciembre. Después de un rocambolesco, inexplicable y vergonzoso recorrido judicial ingresarán en el centro penitenciario que escojan cada uno de ellos, donde deberán hacer frente a una condena que ha sufrido una rebaja sustancial con el paso del tiempo hasta quedar en una horquilla que va de los dos años y siete meses de cárcel a los dos años y nueve meses de prisión y por un simple delito de desórdenes públicos.
Hasta la fecha, ninguno de ellos ha pasado ni una noche en prisión pese a que el Tribunal Supremo les condenó hasta a cuatro años de prisión añadiendo a los desórdenes públicos el agravante de discriminación ideológica. El Constitucional no aceptó la sentencia y ordenó la repetición del juicio. En estos años, han pasado cosas tan sui generis que incluso dos de los acusados se han podido presentar en las pasadas elecciones a la Asamblea de Madrid aunque ya tenían sentencia firme.
No deja de ser verdaderamente escandaloso este trato de favor -¿de qué otra manera se puede llamar el tiempo transcurrido desde los hechos de 2013?- si lo comparamos con acontecimientos judiciales que han pasado en nuestro país en los últimos años. Sin ir más lejos, los condenados por los hechos del 1 de octubre de 2017, con penas de un centenar de años de prisión entre todos ellos, y que mientras los ultras estaban en libertad y su situación evolucionaba a un ritmo claramente diferente y de una lentitud exasperante, han pasado cuatro años en prisión y solo han podido acceder a la libertad provisional por el indulto parcial concedido.
Evidentemente, cuesta mucho no ver detrás de los obstáculos judiciales del caso una actuación sensiblemente diferente. Tanto es así que, en condiciones normales, diríamos que este caso ha tocado definitivamente a su fin y esta vez no habrá más retrasos. Pero ya nada puede sorprendernos después de lo que hemos visto estos años.