No hacía falta pasar mucho rato con él para darte cuenta de cómo era Carlos Pérez de Rozas: vitalista, generoso, polemista, explosivo, intuitivo, sabio y con una innata capacidad para recordar historias, que explicaba en cualquier momento, que le hacían ser siempre ser el centro de atención y que provocaban que todo el mundo le escuchara con verdadero interés. De Carlos siempre se aprendía: en el diario, en la facultad, en un restaurante, viendo un partido de fútbol o con Indro Montanelli, a quien visitamos en Italia en 2001, pocos meses antes de su muerte. En una profesión tan propensa a criticar los logros de alguien, Carlos siempre sobresalía y tenía palabras de felicitación, de ánimo y de magisterio para alguien, sin importarle mucho el rango de su interlocutor. Si este era el propietario del diario al que casi todos se dirigían tratándole de usted o el último becario al que igual no volvería a ver nunca más. Así era Carlos, educado y buena persona.
Coincidí con Pérez de Rozas en lo que eran las tres grandes cabeceras de Barcelona en la transición: El Periódico (1978), la edición catalana de El País (1982) y La Vanguardia (1995). Siempre obsesionado por el diseño y la imagen del periódico y por una foto imbatible que acabaría siendo a última hora de la tarde la portada del diario del día siguiente. Uno de sus mayores momentos de felicidad era comprobar qué habían hecho los demás; con todas las cabeceras encima de la mesa uno sabía perfectamente que la de Carlos era la mejor. Ganaba la mayoría de las veces, pero sabía reconocer cuando alguien lo había hecho mejor. Era humilde y un protector implacable de sus compaginadores, fotoperiodistas e infografistas, como buen director adjunto de Arte de La Vanguardia.
Recuerdo su papel en tres momentos informativos de principios de siglo. Los atentados del 11 de septiembre en las Torres Gemelas de Nueva York; el 11-M de 2004 en la estación de Atocha y los días posteriores hasta la victoria de Zapatero, y la muerte de Juan Pablo II en 2005, su funeral y el cónclave para la elección del nuevo Papa, Benedicto XVI. En medio de cientos de fotografías, Carlos seleccionaba unas pocas para la reunión de portada, te dejaba escoger entre un par de docenas -en la práctica él siempre tenía la suya- y junto al equipo de compaginación y su inseparable Alberola daban vida a la primera del diario.
Su gran corazón se detuvo en Madrid este sábado de madrugada a los 71 años. El periodismo pierde a uno de los grandes de una generación sin el que no se pueden explicar tantas y tantas cosas. Un profesional simplemente excepcional.